La cámara se acerca lentamente a sus manos mientras calibra con precisión milimétrica un inyector de combustible. Déjenme contarles cómo llegó a tener ese conocimiento que ni mecánicos con 20 años de experiencia tenían. Su papacito, don Aurelio, era de esos maestros mecánicos de los de antes, especialista en carros clásicos de los años 60. Desde que Camila tenía apenas 7 añitos, él la llevaba al taller los domingos. Mira, pequeñita, le decía con esa ternura que solo un padre puede tener.
Cada motor tiene su corazón y nosotros somos los doctores que lo curamos. Flashback. Vemos a una niñita de rizos revueltos observando con fascinación como su padre desarma un Chevrolet Impala. 1965. “Papá, ¿por qué suena así el motor?”, preguntaba con esa curiosidad pura de los niños. Don Aurelio sonreía y le explicaba cada componente con paciencia infinita. Pero la vida, ay, mis queridos, la vida a veces nos pone pruebas muy duras. Don Aurelio comenzó a enfermarse de los pulmones por tantos años respirando vapores de gasolina.
Los medicamentos costaban una fortuna, pesos mensuales que la familia no tenía. Camila, con el corazón partido, pero la determinación de acero, tuvo que buscar trabajo urgentemente. Y así fue como llegó a talleres supremos en Guadalajara. La cámara panorámica muestra una oficina amplia con al menos 15 mecánicos trabajando, el olor a aceite de motor mezclándose con el sonido metálico de las llaves inglesas. El lugar era imponente, pero el ambiente, ay, Dios mío, el ambiente era otra cosa completamente diferente.
Fabián Morales, el gerente de 45 años, era de esos hombres que cuando se sienten inseguros necesitan humillar a otros para sentirse importantes. Desde el primer día miró a Camila de arriba a abajo y soltó una risita despectiva. Una mujer mecánica increíble. Bueno, por lo menos podrás limpiar bien los baños”, dijo mientras los otros mecánicos se reían nerviosamente. Durante tres semanas completas, Camila aguantó sin decir una palabra. Llegaba a las 6 de la mañana, barría todo el taller, limpiaba los baños, llevaba café a todos los mecánicos, organizaba las herramientas.
Todo eso por apenas 12,000 pesos mensuales que necesitaba desesperadamente para los medicamentos de su papacito. Camila, “Ven acá!”, gritaba Fabián cada mañana. “Las mujeres son para el trabajo doméstico, no para meterse con motores de verdad. Tú quietecita ahí limpiando los pensamientos de Camila. Algún día, papacito, algún día les voy a demostrar todo lo que me enseñaste. ” Pero el destino, mis queridos amigos, a veces tiene planes que ni nosotros podemos imaginar. Porque mientras Camila sufría en silencio, muy lejos de ahí, en una torre de cristal de 47 pisos, estaba Marcos Alejandro Herrera Castellanos, un empresario de 42 años, dueño de una cadella de 47 talleres automotrices, valorizada en 2.8 billones de pesos mexicanos.