¡PERO CUANDO REGRESÓ HUMILLADO, TODO HABÍA CAMBIADO!
Lo tenía todo: una esposa fiel, cinco hijos que lo admiraban y una casa que parecía un palacio, pero en cierto momento los tiró como si fueran basura. Años después, regresó abatido, y si no, hasta sus hijos lo recordaron.
Esta es la historia de un hombre que lo perdió todo por orgullo y de una mujer que, con dignidad, se rehizo desde cero.
“No quiero volver a verte en esta casa, ni a ti ni a tus benditos hijos.” Así resonaba la voz de doña Erosto Villarreal, resonando por las paredes de la casa de campo en el barrio de Providencia, en Guadalajara. Era una noche calurosa y ventosa, pero en aquella habitación de mármol con cortinas de terciopelo, el aire era cortante.
Magdalepa permaneció en silencio, con el corazón apesadumbrado, mientras cinco pares de ojitos la observaban con temor. «Estos, por favor, son tus hijos», jadeó, pero él ya no la escuchaba. Los veía solo como una molestia y a ella como una carga muerta. Con una copa de vino en la mano y el rostro endurecido por el desprecio, señaló hacia la puerta principal.

Vete ahora antes de que me arrepienta de no haberlo hecho antes. Camila, de 12 años, temblaba. Luisito abrazó a Mateo con fuerza. Lucía se aferró a la falda de su madre, y Tomás, el más pequeño, aún no lloraba. Simplemente lloraba. Magdalepa respiró hondo, no para responder, sino para desplomarse. Levantó la barbilla, abrazó a Tomás y, con la otra mano, jaló a Camila hacia la puerta.
Al otro lado, la ciudad seguía como si nada hubiera pasado, como si la familia se estuviera desgarrando desde dentro. Antes de compartir, les hago una sincera invitación. Si ya tienen algo en el corazón, suscríbanse al canal, activen la campaña y dejen un “me gusta”, porque esta historia se basa en eventos que ocurren con más frecuencia de lo que creemos y les llegará al corazón.
Caminamos más de una hora por las calles del centro, cargando una mochila con ropa y papeles importantes. Nadie ofreció ayuda, nadie preguntó, a nadie le importó. Magdalepa no sabía adónde ir. La casa de su madre estaba abandonada. Sus amigos se reunieron a su alrededor. Se hizo rico. No quedó nadie.
—¿Vamos a dormir en la calle, mamá? —preguntó Camila. Magdalea la miró, con ganas de reír. —Claro que sí, mi amor. Vamos a buscar trabajo. Tenía miedo; no sabía adónde ir. Hasta que, en medio de la desesperación, recordó a un hombre: Damiá López. Un viejo amigo, un amor imposible del pasado, alguien que nunca la había lastimado. Llegaron a la sencilla calle de Tlaquepaque. Las casas eran modestas.
Las luces se concentraron frente a la puerta de hierro oxidada. Magdalepa se detuvo. Llamó. Volvió a llamar. Una voz ronca respondió desde adentro. “¿Quién soy, Magdalepa?”. La puerta se abrió lentamente. Damiap, con su camisa vieja y manchada de piedra y su cara de sorpresa, no dijo nada al principio.
Solo vio a Magdalepa y a los cinco niños detrás de ella. “¿Qué te pasó?”, preguntó sin juzgarla. Ella no pudo responder. Las lágrimas brotaron sin permiso. Camila le apretó la mano. Tomás ya dormía en sus brazos. Damiá los dejó entrar sin preguntas, sin deseos. “Mi casa es pequeña, pero es suficiente para lo que necesitas”, dijo.