A medianoche, mi teléfono sonó. Era una llamada del hospital. Me incorporé en la cama, el corazón golpeándome el pecho.

Era mi cuñada, Elena. La esposa de mi hermano. La misma mujer que había sostenido a Emiliano en sus brazos el día de su nacimiento, que me había prometido ayudarme “como a una hermana”.

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Y ahora estaba ahí, en la habitación de mi hijo, sosteniendo una jeringa.

Mis manos comenzaron a temblar tan violentamente que el detective tuvo que sujetarme por los hombros.
—Por favor, señora Ramírez —susurró—, si hace ruido, podría asustarla. Estamos esperando la orden para entrar.

No podía respirar. Cada segundo era un cuchillo. A través del vidrio, vi cómo Elena miraba a mi hijo dormido y sonreía, una sonrisa tan dulce que se volvió monstruosa.

—¿Qué está haciendo? —murmuré, apenas audible.

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