Al ser obligada a trabajar de noche, empleada ve que su jefe llora mirando una foto donde aparece ella cuando era bebé. Hola, mi querido amigo. Soy Alejandro, narrador de historias sin filtro, donde las emociones son reales y cada historia toca el alma.
La lluvia golpeaba con furia contra las ventanas del edificio corporativo, mientras Isabela recogía sus pertenencias con manos temblorosas. Sus hermosos ojos verdes reflejaban una mezcla de agotamiento y preocupación que había crecido durante las últimas semanas. Como empleada de limpieza nocturna en la empresa más prestigiosa de la ciudad, había visto muchas cosas extrañas, pero nada la había preparado para lo que estaba a punto de descubrir.
Lorenzo Mendoza, el director ejecutivo de La Compañía, era conocido por su personalidad fría y distante, un hombre imponente de cabello oscuro y mirada penetrante que inspiraba tanto respeto como temor entre sus empleados. Isabela había trabajado en el edificio durante varios meses, siempre evitando cualquier encuentro con él. Las pocas veces que se habían cruzado en los pasillos, él apenas la había notado como si fuera invisible. Esa noche, sin embargo, algo había cambiado en la rutina habitual. El supervisor de Isabella le había informado que tendría que quedarse hasta muy tarde para realizar una limpieza especial en las oficinas ejecutivas.

Era un trabajo que normalmente se hacía durante el día, pero debido a unas reuniones importantes que se habían extendido, había sido pospuesto hasta la madrugada. “Isabella, necesito que te encargues de toda la planta ejecutiva esta noche”, le había dicho Diego, el supervisor con una expresión seria. “El señor Mendoza ha solicitado específicamente que sea alguien de confianza. Han estado trabajando en algunos proyectos muy confidenciales y no pueden permitir que cualquier persona tenga acceso a esa área. Isabela había asentido, aunque por dentro sentía una extraña inquietud.
Había escuchado rumores sobre Lorenzo Mendoza, historias sobre su carácter implacable en los negocios y su vida personal llena de misterios. Algunos empleados murmuraban que había perdido a alguien muy importante en su vida, lo que explicaría su comportamiento reservado y aparentemente despiadado. Mientras subía en el ascensor hacia la planta ejecutiva, Isabela no podía sacudirse la sensación de que esta noche sería diferente. El edificio estaba completamente vacío, con solo el zumbido de las luces fluorescentes y el eco de sus pasos resonando por los pasillos.
La atmósfera era casi fantasmal, muy distinta del bullicio diario que caracterizaba a la empresa. Al llegar a la planta ejecutiva, Isabela comenzó su trabajo de manera meticulosa. Aspiró las alfombras, limpió los escritorios y organizó los documentos que habían quedado dispersos después de las largas jornadas de trabajo. Todo parecía normal hasta que llegó a la oficina principal, la de Lorenzo Mendoza. La puerta estaba entreabierta, lo cual era extraño. Normalmente todas las oficinas ejecutivas permanecían cerradas con llave durante la noche.
Isabela dudó por un momento preguntándose si debería entrar o no. Finalmente decidió que era su responsabilidad limpiar toda la planta sin excepciones. Al empujar suavemente la puerta, Isabela se quedó paralizada. Allí, sentado detrás de su imponente escritorio de Caoba, estaba Lorenzo Mendoza. No la había visto entrar. Estaba completamente absorto contemplando algo que tenía entre sus manos. La luz de la lámpara de escritorio iluminaba su rostro, revelando una expresión que Isabela nunca había visto antes. Dolor profundo, melancolía y una tristeza que parecía emanar desde lo más profundo de su alma.
Lo más impactante no era verlo allí a esas horas de la madrugada, sino lo que estaba haciendo. Lorenzo sostenía una fotografía antigua con sus manos que temblaban ligeramente. Sus ojos, normalmente fríos y calculadores, estaban llenos de lágrimas que caían silenciosamente por sus mejillas. Era una imagen tan vulnerable y humana que contrastaba completamente con la persona que todos conocían durante el día. Isabela se quedó inmóvil en el umbral de la puerta, sin saber si retroceder o anunciar su presencia.