Alejandro Hernández solía llegar a casa después de las 9 p.m., cuando todos ya estaban dormidos. Pero ese día, la reunión con inversionistas en la Ciudad de México terminó antes de lo previsto y decidió ir directo a su mansión en Lomas, sin avisar a nadie.
Al abrir la puerta principal, Alejandro se detuvo, incapaz de procesar lo que veía.
En medio de la sala, Lupita, la empleada doméstica de 28 años, estaba arrodillada en el piso húmedo con un trapo en la mano. Pero eso no fue lo que lo dejó paralizado.

Fue la escena a su lado.
Su hijo, Mateo, de apenas cuatro años, estaba de pie con sus pequeñas muletas moradas, sosteniendo un trapito de cocina e intentando ayudar a la joven a limpiar el piso.
—“Tía Lupita, yo puedo limpiar aquí,” —dijo el niño rubio, estirando su bracito con dificultad.
—“No te preocupes, Mateo, ya me ayudaste mucho hoy. ¿Qué tal si te sientas en el sillón mientras termino?” —respondió Lupita con una voz suave que Alejandro jamás le había escuchado.
—“Pero yo quiero ayudar.”
—“Siempre dices que somos un equipo,” —insistió el niño, intentando equilibrarse mejor sobre sus muletas.
Alejandro permaneció allí, sin ser visto, observando la escena. Había algo en esa interacción que lo conmovía de una manera que no podía explicar. Mateo sonreía, algo que rara vez veía en casa.
—“Está bien, mi pequeño ayudante, pero solo un poquito más,” —aceptó Lupita.