Richard Callahan era un multimillonario hecho a sí mismo, conocido por sus trajes impecables, sus jets privados y su compostura inquebrantable. En una brillante mañana en Los Ángeles, estaba programado para volar a Nueva York para una reunión exclusiva con inversionistas. Su Gulfstream G650 brillaba en la pista, su cuerpo plateado reflejando el sol como un espejo. Choferes, asistentes y guardaespaldas se movían con rapidez a su alrededor, asegurando que cada detalle estuviera perfecto. Para Richard, esto era rutina.

Mientras se acercaba al jet, una voz áspera cortó el aire fresco.
—“¡No subas al avión! ¡Está a punto de explotar!”
Todos se quedaron congelados. Junto a la cerca metálica estaba un niño —no mayor de doce años— con una sudadera sucia, jeans rotos y zapatillas con agujeros. Su cabello estaba despeinado, sus mejillas manchadas de tierra, pero sus ojos brillaban, abiertos de urgencia.
Los guardias de seguridad corrieron hacia él, agitándolo para que se alejara.
—“Ignórelo, señor Callahan” —dijo uno con firmeza—. “Solo es un niño de la calle buscando atención.”
Pero el niño no retrocedió. Gritó más fuerte, con la voz quebrada:
—“¡Vi que estaban manipulando la válvula de combustible! El avión no es seguro. Por favor, ¡no suba!”
Richard se detuvo. Su séquito esperaba que desestimara el arrebato, pero algo en el tono del niño era inquietante. El pequeño no pedía dinero —estaba aterrado, como si hubiera visto algo imposible de ignorar.
Los reporteros, que estaban cerca para capturar la partida de Richard, percibieron el drama y alzaron sus cámaras. En segundos, la advertencia del niño se convirtió en el centro de atención.
El jefe de seguridad de Richard tomó al niño del brazo.
—“¡Basta! Estás invadiendo—”