
Yo no respondí de inmediato. Solo terminé de ajustar las ruedas de la silla, acaricié suavemente el cabello de su madre y le dije:
—Mamá, aquí estarás bien. Tu hijo por fin tendrá tiempo para cuidarte.
Ella sonrió, con esa dulzura ingenua de quien no comprende toda la magnitud de lo que está pasando. Años de postración, años de vivir encerrada entre cuatro paredes con un cuerpo que ya no obedecía. Pero sus ojos seguían vivos, confiados, inocentes.
Miré a la otra mujer. Estaba completamente rígida, aún con el camisón de seda colgándole del cuerpo, el rímel aún fresco en sus pestañas. No dijo nada, pero sus ojos me recorrían con una mezcla de nerviosismo, desdén y creciente incomodidad.
Entonces fue cuando me volví hacia él. Y con una voz tan tranquila que hasta a mí me sorprendió, le dije:
—Durante siete años, cuidé de tu madre como si fuera la mía. La bañé, la alimenté, le cambié los pañales. Aguanté sus críticas, sus quejas, su silencio y sus lágrimas. Todo mientras tú salías a trabajar… o eso decías.
Él tragó saliva, pero no respondió.
—No te juzgué. Nunca levanté la voz. Siempre pensé que era nuestro deber compartir las cargas. Pero al final, descubrí que solo yo las llevaba. Y tú… tú te fuiste sin mirar atrás.
Me acerqué a la mesa, tomé el cuaderno de notas médicas y lo abrí, mostrándole una página.
—Aquí están las rutinas de medicamentos. A las 7 de la mañana necesita este. A las 10, otro. No le gusta que le den cosas dulces antes de dormir, le cuesta tragar. El médico dijo que hay que cambiarle la posición cada dos horas para evitar llagas.