La Transformación de la Mansión Whmmore
La lujosa mansión de los Whmmore estaba en silencio, roto solo por el zumbido apenas audible de la calefacción. El viento aullaba tras las ventanas, pero dentro hacía calor, demasiado calor para Grace, que no se había sentado en 14 horas. Su uniforme de sirvienta color turquesa estaba arrugado y sus guantes amarillos ocultaban un moretón reciente en el brazo que aún estaba sanando. Grace había aprendido hacía mucho a agachar la cabeza y permanecer en silencio cuando la tensión se cernía sobre la casa. Pero esa noche era diferente.
Sobre una fina manta blanca extendida directamente sobre la alfombra dormían los gemelos diminutos con idénticos mamelucos azules. Apenas tenían tres meses y parecían demasiado frágiles para esa casa fría. A pesar del calor, Grace se arrodilló junto a ellos, observando cómo sus pequeños pechos subían y bajaban al unísono. Cuando aceptó este trabajo seis meses atrás, le dijeron que sus funciones solo incluirían la limpieza. Pero la verdad salió a la luz una semana después. Las niñeras no duraban mucho en esa casa. Una renunció y no contrataron a otra. Era más fácil echarle toda la culpa a Grace que buscar a alguien más.
La madre de los gemelos había muerto tres meses antes durante el parto, dejando atrás a dos bebés que nunca sentirían su calor. En la casa hablaban de ella en susurros con temor, como si una voz alta pudiera perturbar su memoria. Y su padre, Elliot Whmmore, era un hombre cuyo nombre resonaba en las bolsas de valores y cuya voz silenciaba salas enteras, pero para sus hijos no era más que una sombra.
Los gemelos habían llorado casi una hora aquella tarde. Grace lo intentó todo: biberones, mecerlos, suaves nanas en su lengua natal. Uno de los bebés ardía de fiebre, apretando los puños con incomodidad. El otro se esforzaba tanto que su voz se volvió ronca. Cuando por fin se calmaron, a Grace le dolía la espalda y le temblaban las manos de cansancio. La lámpara del salón proyectaba una luz dorada y suave sobre la alfombra. Grace no se atrevió a llevar a los bebés a su fría habitación con colchones duros. En su lugar, se quedó con ellos en el calor del salón, sentada directamente sobre la alfombra para que no estuvieran solos. Apoyó la cabeza sobre su brazo a apenas unos centímetros de los niños. Sentía su calor. Escuchaba su respiración tranquila.

El cansancio la envolvía en oleadas, pero Grace se obligaba a mantener los ojos abiertos. Si los bebés se movían, debía estar alerta. Sus pensamientos derivaron hacia los gritos que había escuchado antes en el piso de arriba. Un portazo seco, pasos pesados. Aquella casa parecía devorar la bondad, dejando solo la tensión que impregnaba cada rincón. Grace se preocupaba por lo que aquello significaba para los gemelos, que tendrían que crecer allí. Había trabajado en muchas casas, pero esos niños despertaban en ella algo especial, un sentimiento feroz de protección. Quizá era la manera en que se aferraban a su camisa o cómo se calmaban cuando le susurraba. No tenían a nadie más que a ella y no pensaba fallarles, pero su cuerpo la traicionaba. Horas de limpieza, cuidar a los niños y saltarse la cena la habían dejado exhausta. Los párpados se volvían cada vez más pesados.
Se prometió cerrar los ojos solo un momento para recuperar fuerzas. La casa estaba demasiado silenciosa para advertirle. La puerta se abrió sin hacer ruido. Pasos, rápidos y seguros resonaron en el salón. Elliot Whmmore se detuvo en el umbral. Su impecable traje azul marino y su corbata escarlata contrastaban con la nitidez de su camisa blanca. En una mano llevaba un maletín, la otra aún descansaba sobre el picaporte. Su mirada se posó en la escena frente a él: la sirvienta tendida en el suelo junto a sus hijos y los gemelos dormidos sobre la alfombra. Sus mejillas sonrojadas estaban pegadas una a la otra.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —Grace se estremeció. Sus ojos se abrieron de par en par. El corazón le latía con fuerza mientras se incorporaba de golpe, mirando alternativamente a Elliot y a los gemelos. Uno de los bebés se movió emitiendo un suave quejido.
—He hecho una pregunta —la voz de Elliot se volvió aún más cortante mientras entraba en la habitación—. ¿Por qué mis hijos están tirados en el suelo? ¿Y por qué estás tú acostada junto a ellos?
Se detuvo en seco. Su mirada se detuvo en el moretón.
—¿Qué le pasa a tu cara? —Grace se abrió la boca, pero sus palabras salieron torpes.
—Estaban llorando —logró decir al fin—. Nadie vino. Para eso necesitaban una niñera.
—No hay niñera, solo estoy yo —algo fugaz cruzó el rostro de Elliot, pero su voz siguió siendo helada.
—Hablaremos ahora en mi despacho.
Grace miró a los gemelos dormidos y sintió que el corazón se le encogía. No sabía que esa conversación revelaría la verdad. ¿Por qué esos niños habían acabado bajo su cuidado y de dónde provenían sus propios moretones? Lentamente, con las rodillas doloridas por estar tanto tiempo en el suelo, se levantó. Elliot siguió cada uno de sus movimientos mientras ella se apartaba de los bebés con cuidado de no despertarlos. Aún podía sentir en la piel el calor de ellos. Un recordatorio de por qué seguía allí.
En el despacho, la puerta se cerró con un suave clic. La luz tenue de la chimenea proyectaba un resplandor anaranjado sobre el rostro de Elliot, acentuando las líneas afiladas de sospecha en su mirada.
—Explícate —ordenó, dejando el maletín sobre la mesa con un golpe seco. Grace respiró hondo. Le temblaban las manos.
—Los gemelos no han recibido cuidados adecuados en semanas. La última niñera renunció y nadie vino a reemplazarla. Yo limpio, cocino, los vigilo porque no hay nadie más que lo haga. Hoy uno tenía fiebre, no podía dejarlos en la fría habitación, así que me quedé con ellos donde hacía calor.