Su mandíbula se tensó.
—Eso todavía no explica por qué estabas acostada junto a ellos.
Grace lo miró directamente a los ojos a pesar del temblor en su pecho, porque estaba agotada.
—He trabajado desde el amanecer y no he comido desde la mañana. Por fin dejaron de llorar y yo… —titubeó, tragando el nudo en la garganta—. No quería dormirme, pero lo haría de nuevo si eso les ayudara a sentirse seguros.
La expresión de Elliot cambió. La ira dio paso a algo más denso.
—¿Y el moretón? —preguntó.
Grace se llevó involuntariamente la mano a la mejilla.
—Uno de sus invitados… —respondió en voz baja—. La semana pasada en una fiesta, llevaba una bandeja por el pasillo. Dijo que estorbaba y me empujó. Me caí. Nadie se dio cuenta. O quizás sí, pero a nadie le importó.
Elliot se recostó aferrando el borde de la mesa. Recordó aquella noche el tintinear de las copas, las risas, el desfile de sus supuestos amigos por la casa. Él estaba arriba en ese momento cerrando un trato por teléfono. No lo vio o no quiso verlo.
—Deberías habérmelo dicho —murmuró.
—¿Cambiaría eso algo? —su voz se quebró—. Usted ni siquiera nota a sus hijos.
—Solo me tienen a mí y yo soy nadie, solo una sirvienta.
El silencio se instaló en la habitación. Elliot se volvió hacia la ventana. El resplandor del fuego titilaba en sus ojos. Sus pensamientos giraban sin descanso. La imagen de su difunta esposa, el primer llanto de los gemelos, todos esos días en los que se había enterrado en el trabajo para no sentir el vacío que dejó su partida.
Finalmente habló.
—Quédate aquí.
Salió abruptamente del despacho. Grace se quedó inmóvil, sin entender a qué se refería. Un momento después se escucharon sus pasos de regreso. Elliot apareció cargando dos pequeñas mantas azules de la habitación de los niños. Sin decir palabra, cubrió a los gemelos dormidos, arropándolos con cuidado. Grace lo observaba desde la puerta. Por primera vez lo vio arrodillarse junto a ellos.
—Son más pequeños de lo que recordaba —dijo en voz baja. Su mano quedó suspendida sobre sus cabezas como si temiera tocar algo tan frágil.
Grace se acercó.
—Ellos lo quieren a usted, no solo su nombre en los certificados de nacimiento.
Elliot alzó la vista y por un momento su rostro reflejó todo el peso de lo que había perdido.
—Fui un cobarde —admitió. Su voz también vacilaba—. Creí que si me ahogaba en trabajo, no sentiría el dolor de la pérdida, pero les costó más de lo que pude imaginar.
Al incorporarse, su tono había cambiado. Ya no era duro, sino seguro, decidido.
—De ahora en adelante todo será diferente. No volverás a fregar los pisos de esta casa a menos que quieras. Serás su niñera oficial con un salario acorde.
—¿Y quién se atrevió a levantarte la mano? —sus ojos se entrecerraron brillando con acero.
—Nunca más volverá a cruzar el umbral de esta casa.
—Gracias —se quedó inmóvil. El pecho se le apretó por la sorpresa—. ¿Por qué? —preguntó en voz baja.
—Porque protegiste a mis hijos cuando yo no lo hice y no pienso volver a fallarles a ninguno de los dos.
Durante la semana siguiente, la mansión Whmmore empezó a cobrar vida. Las frías paredes, saturadas de soledad, parecían derretirse bajo los cálidos rayos del cambio. Elliot comenzó a aparecer en los desayunos, sentado a la mesa con los gemelos. Les leía libros infantiles. Su voz profunda sonaba suave mientras los pequeños, sin comprender aún las palabras, se inclinaban hacia las coloridas ilustraciones. Grace, al ver esto, sintió como por primera vez en meses la tensión de sus hombros se liberaba. Su risa comenzó a escucharse más a menudo en la casa, no por obligación, sino por alegría genuina.
Los gemelos, como si percibieran el cambio, también se volvieron más tranquilos. Sus llantos fueron reemplazados por miradas curiosas y sus diminutas manos buscaban cada vez más a Grace o a Elliot. La casa dejó de parecer un museo de pisos de mármol y pasillos fríos. Empezó a transformarse en un verdadero hogar, un lugar donde se escuchaban voces, risas y hasta los llantos ocasionales de los bebés, que ahora parecían menos aterradores.
Un día lluvioso, Grace se sentó en el mullido sofá del salón, sosteniendo a los gemelos en brazos. Uno de ellos se acurrucaba somnoliento contra su hombro. El otro jugueteaba con el borde de su blusa, emitiendo suaves y divertidos sonidos. La lluvia golpeaba con fuerza los altos ventanales, pero la habitación estaba cálida y acogedora. La puerta chirrió y Elliot apareció en el umbral más temprano de lo habitual. Llevaba la chaqueta colgada despreocupadamente sobre el hombro y el cabello ligeramente revuelto por el viento. Se detuvo contemplando la escena y una leve sonrisa asomó a sus labios.
—¿Hay lugar para uno más? —preguntó, y en su voz no había la habitual severidad, solo calidez.
Grace se asintió y él se sentó a su lado, tomando con cuidado a los gemelos y colocándolos sobre su regazo. Uno de los bebés agarró de inmediato su dedo y el otro hundió el rostro en su pecho como buscando protección. Grace se recostó contra el sofá, permitiéndose por fin respirar. Por primera vez en meses, sintió que podía ser no solo la sirvienta o la niñera, sino la persona que esos niños necesitaban.