Una criada se da cuenta de que la esposa de un millonario nunca sale de casa, pero la verdad que descubre es increíble.

La mansión se alzaba como una fortaleza a las afueras del pueblo, con sus altas puertas de hierro siempre cerradas y sus ventanas veladas por pesadas cortinas. Para los forasteros, era un símbolo de riqueza y misterio, propiedad de un hombre cuyo nombre tenía peso en los círculos empresariales. En su interior, la vida parecía refinada y perfecta, al menos en apariencia.

Para Elena, la criada empleada allí, la mansión era su lugar de trabajo y su jaula. Todos los días, fregaba los suelos de mármol hasta dejarlos relucientes, quitaba el polvo de las lámparas de araña que brillaban como estrellas y pulía la platería digna de reyes. El trabajo era exigente, pero pagaba lo suficiente para mantener a su familia. Aun así, no fue el lujo lo que la marcó. Fueron los patrones extraños e inquietantes que notó en la vida de sus jefes.

Desde su primera semana, Elena vio algo inusual: la esposa del millonario nunca salía de casa.

Al principio, pensó que era una coincidencia. Algunas mujeres preferían la privacidad. A otras les disgustaban las multitudes o tenían problemas de salud. Pero las semanas se convirtieron en meses, y la elegante señora de la casa ni una sola vez traspasó la puerta principal. Nunca iba de compras, nunca asistía a las glamurosas galas benéficas que su marido presumía en las revistas, ni siquiera paseaba por el extenso jardín.

Los vecinos murmuraban al respecto. El personal especulaba en voz baja en la cocina. Pero nadie se atrevía a hacer preguntas. Desafiar las reglas de la casa era arriesgarse al despido, y Elena necesitaba el trabajo.

Sin embargo, la imagen de la esposa persistía en su mente. Una figura pálida con vestidos vaporosos, a menudo vista a través del reflejo de una ventana. Hablaba en voz baja, siempre educada, pero sus ojos reflejaban una tristeza que Elena no podía ignorar.

“Señora, ¿le gustaría tomar un poco de aire en el jardín hoy?”, preguntó Elena una vez, tímidamente, mientras arreglaba las flores.

La mujer negó con la cabeza rápidamente, casi con miedo. “No. Es mejor que me quede dentro”.

Su tono puso fin a la conversación.

Elena intentó restarle importancia. Tal vez la mujer padecía alguna enfermedad. Quizás era tímida. Pero con el paso de los años, el misterio se acentuó. El esposo millonario recibía invitados, viajaba por negocios y presumía de su fortuna. Sin embargo, su esposa permanecía oculta al mundo exterior.

Una tarde, mientras quitaba el polvo cerca del ala oeste, Elena notó una puerta que nunca le habían indicado que limpiara. Siempre estaba cerrada con llave. La curiosidad la carcomía. ¿Qué habría detrás?

La mansión era enorme, llena de habitaciones sin usar, pero esta puerta le parecía diferente. En una ocasión, sorprendió a la esposa mirándola, con el rostro entre anhelo y temor.

El instinto de Elena le gritaba que la habitación cerrada contenía respuestas.

Su oportunidad llegó inesperadamente. Mientras limpiaba la biblioteca, encontró un juego de llaves dejadas descuidadamente sobre el escritorio. Eran pesadas, ornamentadas, claramente pertenecientes al dueño de la casa. El corazón le latía con fuerza mientras las guardaba en el bolsillo, diciéndose a sí misma que solo regresaría más tarde.

Esa noche, mucho después de que la casa quedara en silencio, Elena regresó sigilosamente. Cada paso resonaba contra el mármol. El aire era pesado, sus palmas estaban empapadas de sudor. Llegó a la puerta, con las manos temblorosas al introducir la llave en la cerradura.

La puerta se abrió con un crujido.

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