En el tranquilo vecindario de Hillside, donde las casas tenían jardines perfectamente cuidados y los vecinos se saludaban con una sonrisa, nadie esperaba que un simple ladrido rompiera la fachada de paz que lo envolvía todo.
Rufus, un labrador mestizo de pelaje canela, era conocido por todos. Lo veían cada mañana acompañar a su dueña, Marta, una mujer mayor, a recoger el correo o regar las plantas. Nunca ladraba sin razón, nunca se comportaba de forma agresiva… hasta ese jueves por la tarde.
Lucía, una joven embarazada de siete meses, caminaba por la acera con paso lento y expresión tranquila. Había llegado al barrio hacía apenas tres semanas con su pareja, Tomás. Desde su llegada, ella se mostraba amable, aunque reservada. Parecía feliz, esperando a su primer hijo, siempre con la mano en el vientre, como protegiendo un pequeño universo.
Pero aquel jueves, Rufus la vio pasar frente a su jardín… y comenzó a ladrar como si hubiera visto un fantasma. No solo ladraba: gruñía, se arrastraba bajo la reja, intentaba salir. Sus ojos parecían fuera de sí. Marta tuvo que sujetarlo por el collar para evitar que saltara la valla.
Lucía se detuvo, claramente asustada.
—¡Qué le pasa a su perro! —gritó, alejándose con dificultad.
—¡No lo sé! ¡Nunca hace esto! —respondió Marta, perpleja.
La escena se repitió al día siguiente, y al otro. Cada vez que Lucía pasaba, Rufus enloquecía. Hasta que los vecinos comenzaron a murmurar.
—Tal vez el perro huele algo raro en el embarazo —dijo uno.