Marina nunca imaginó que algún día volvería a estar en el mismo restaurante que marcó el inicio de su historia con Víctor, pero aquí estaba, observando a través de la ventana panorámica del Beluga, donde hace tres décadas él le había propuesto matrimonio. Ahora, ese mismo lugar era escenario de secretos ocultos y sentimientos traicionados.
Desde la mesa, vio a su esposo entrelazando los dedos con una joven que no tenía más de veinticinco años. La joven, con una sonrisa coqueta, mantenía un brillo en los ojos que Marina no había visto en Víctor durante años. La conversación fluía, ligera y desinhibida, mientras ella, la desconocida, tocaba suavemente la muñeca de Víctor con su manicura perfecta.
“Eres especial,” escuchó Marina, y las palabras le llegaron como una daga. Aquella voz que alguna vez fue familiar, hoy le parecía ajena y distante.
Un escalofrío recorrió su espalda cuando la joven preguntó sin tapujos: “¿Y qué pasa con tu esposa?” Su tono despectivo hizo eco en el pecho de Marina.
“¿Y qué pasa con su esposa?”, repitió ella en voz baja, mientras un amargo dolor se apoderaba de su corazón.
Durante años había guardado secretos, pero ese momento, esa verdad que veía frente a sus ojos, la llevó al límite. Aunque el dolor estaba a punto de quebrarla, algo dentro de ella sabía que este era el final de un ciclo que había empezado hace demasiado tiempo. Y quizás, solo quizás, fuera el comienzo de algo nuevo para ella.
El vino en su copa permanecía intacto. Marina lo observaba sin moverse, con las manos frías y el corazón latiendo como si estuviera fuera de su cuerpo. La escena frente a ella era una herida abierta: no por la traición, sino por la claridad brutal de lo que siempre supo, pero nunca quiso aceptar.
Se puso de pie sin hacer ruido, como si incluso el sonido de sus tacones pudiese romper su frágil dignidad. Nadie la miró. Ni los camareros, ni los comensales, y desde luego, ni Víctor.
Saló del restaurante sin volver la vista atrás.