Tenía solo ocho años, pero cuidaba ese viejo armario como si su vida dependiera de ello. Su madre pensaba que era solo un juego hasta que abrió la puerta.

Durante semanas, la pequeña Emma no permitía que nadie abriera su armario—ni siquiera su madre. Se sentaba frente a él, cruzada de piernas, cada noche, vigilándolo como si fuera un tesoro. Nadie sabía por qué. Hasta que, en un jueves lluvioso, su madre decidió que tenía que mirar adentro… y todo cambió.

Emma tenía ocho años, con rizos indomables y una mente llena de preguntas. Pero en el último mes, las preguntas habían desaparecido. Se había vuelto inusualmente silenciosa—seguía yendo a la escuela, haciendo la tarea, sonriendo cuando era necesario, pero algo en ella se había apagado. Su madre, Grace, notó ese cambio de inmediato, pero cuando le preguntaba si algo estaba mal, Emma se sacudía la cabeza y murmuraba, “Estoy bien”.

Lo único fuera de lo común era el armario.

Era un mueble viejo, chirriante, con esquinas algo desgastadas. Grace había considerado reemplazarlo, pero Emma le había pedido que no. “Me gusta este”, insistió cuando se mudaron a la nueva casa hace dos meses. Así que, el armario permaneció.

Ahora, parecía más que solo un mueble. Se había convertido en el secreto de Emma, uno que protegía con fervor. Cada mañana, antes de ir a la escuela, tocaba suavemente la puerta del armario antes de salir. Cada noche, se sentaba frente a él con una manta y le leía en voz baja desde sus libros de cuentos, siempre en susurros, como si el armario fuera tímido y no quisiera que otros lo escucharan.

Al principio, Grace pensó que era adorable—solo una de esas rarezas de la infancia. Tal vez Emma estaba fingiendo que había un mundo adentro, como Narnia. Pero después de un tiempo, esa rutina empezó a preocupearla. Sobre todo porque Emma había dejado de permitir que la limpiaran o abrieran el armario en absoluto.

—¿Qué hay allí, cariño? — preguntó una noche mientras la arropaba.

Emma dudó. —No es nada malo, — dijo cuidadosamente—. Pero es privado.

Grace no insistió. Todos necesitan su privacidad, incluso los niños. Pero, a medida que pasaban los días, el comportamiento de Emma se volvió más retraído. Dejó de jugar con el perro del vecino, que tanto le gustaba. Se saltó las clases de piano y no terminó su cereal favorito. El brillo en sus ojos se había apagado.

Luego llegó ese jueves lluvioso.

Había sido un día difícil. Grace había llegado temprano a casa después de una reunión complicada, con la esperanza de relajarse y pasar tiempo con su hija. Pero Emma no estaba en la sala ni en la cocina. En cambio, estaba donde siempre—en su habitación, vigilando el armario.

Grace tocó suavemente. —¿Em, cariño?

Sin respuesta.

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