Él invitó a la empleada de limpieza a su fiesta de gala solo para humillarla, pero cuando ella llegó como una verdadera diva se dio cuenta de que había cometido el mayor error de su vida. Valentina estaba de rodillas puliendo con esmero el mármol helado del suelo cuando escuchó ese sonido inconfundible, el eco elegante y autoritario de los tacones de la secretaria de Augusto resonando por el pasillo.
Eran apenas las 7 de la mañana, pero ella llevaba 2 horas de trabajo encima, como cada día, desde hacía más de 3 años. En la mansión B la vista, donde el lujo colgaba hasta de los picaportes, todo debía brillar como nuevo. Las 42 habitaciones, los pasillos interminables, los ventanales que ofrecían vistas majestuosas de la ciudad, todo tenía que estar impecable para las constantes visitas de negocios del gran Augusto Belmont. Mientras descendía las escaleras, Valentina vio al dueño de todo aquello ajustándose la corbata hermés frente al espejo, con el teléfono pegado al oído y hablando de cifras que para ella no eran más que humo.
A sus 45 años, Augusto era el rostro de un imperio inmobiliario que levantaba rascacielos como si fueran castillos de naipes. Su apellido abría puertas, infundía respeto y miedo. Todos sabían quién era y sobre todo sabían que a él le gustaba que lo supieran. “Quiero todos los detalles listos para el jueves”, ordenó sin siquiera mirarla al pasar. “La fiesta tiene que ser perfecta. Solo 200 invitados, ni uno más ni uno menos.” Valentina no levantó la vista. seguía concentrada en una mancha rebelde cerca del comedor.
Probablemente vino carísimo, derramado en alguna cena de negocios. Había aprendido a desaparecer, a ser parte del mobiliario, a vivir en silencio. Así era más seguro. Así nadie preguntaba. Contratad más, camareros”, dijo él de repente, ahora de pie en el umbral del salón principal, observándola con la intensidad de quien estudia un cuadro ajeno. Su mirada se clavó en ella. Valentina lo sintió como si le arrancara la piel. Se levantó despacio con las rodillas doloridas y las manos rojas.
Se limpió en el delantal azul de todos los días. Entonces la voz de Augusto cortó el aire. Buenos días, Valentina. Necesito hablar contigo. Ella asintió con el corazón ya inquieto y empezó a guardar los productos de limpieza. Él se acercó a la chimenea de mármol y se quedó mirando un cuadro colgado encima, obra de algún artista europeo cuyo nombre Valentina nunca se preocupó por aprender. “El jueves será la gala anual”, dijo sin moverse. “Como siempre, te encargarás de la limpieza final antes de que lleguen los invitados.” “Sí, señor”, respondió ella, intentando mantener la compostura, pero entonces su tono cambió.
Este año será diferente. Este año no solo limpiarás, participarás. Valentina sintió el estómago contraerse. Participar. ¿Cómo? Augusto giró hacia ella con una sonrisa torcida como invitada. Las palabras cayeron como piedras. En tr años nadie en esa casa la había tratado como algo más que parte del fondo. Servir café, limpiar cristales, nunca imaginar algo así. No entiendo”, murmuró, pero él ya empezaba a caminar a su alrededor con las manos tras la espalda como un juez impaciente. “Es simple.