En un pequeño distrito rural del sur de México, donde una familia sobrevivía con unas cuantas parcelas y agotadoras jornadas en la construcción, vivía Don Rodrigo—un padre viudo con el corazón lleno de sueños para sus hijas. A pesar de haber aprendido a leer solo con unas pocas clases de alfabetización en su juventud, Rodrigo tenía una esperanza: que sus hijas gemelas, Lupita y Dalia, tuvieran una vida mejor a través de la educación.
Cuando las niñas cumplieron 10 años, Rodrigo tomó una decisión que cambiaría sus vidas. Vendió todo lo que tenía: su casita de techo de palma, su pequeña parcela de tierra, e incluso su vieja bicicleta—la única herramienta que usaba para ganar dinero extra transportando mercancías. Con lo poco que juntó, llevó a Lupita y Dalia a Ciudad de México, decidido a darles una verdadera oportunidad.
Rodrigo se fue con ellas y aceptó cualquier trabajo que encontrara: cargaba ladrillos en obras, descargaba productos en mercados, recolectaba cartón y plástico—trabajaba día y noche para pagar las colegiaturas y la comida de sus hijas. Siempre estuvo cerca, aunque fuera desde lejos, asegurándose de que nunca les faltara nada.
“Si yo sufro, no importa,” se decía, “mientras ellas tengan un futuro.”