Estuvimos así, en silencio por varios minutos. La gente pasaba, los carros pitaban, pero nosotras estábamos ahí pegadas, llorando como si el tiempo se pudiera borrar con un abrazo. “Bienvenida a casa, ma”, me dijo bajito. Y ahí me quebré otra vez. Luis no fue por mí. dijo que no podía, que tenía trabajo, pero yo supe que no era por eso, era porque no estaba listo. Y lo entendí, porque yo tampoco estaba lista para muchas cosas. El camino a Cuautla fue largo.
Me fui en silencio casi todo el trayecto. Carmen me hablaba, me contaba cosas, pero yo solo escuchaba. Me sentía rara, como si no fuera mi país, como si todo hubiera cambiado demasiado. Cuando llegamos a la casa fue otro golpe. La casa de mi mamá. Ahora ya no tenía su voz, ya no olía a ella, ya no se escuchaba su radio prendido en las mañanas. La recámara estaba vacía, sus cosas guardadas, sus fotos en una caja. Me senté en su cama, cerré los ojos, la imaginé ahí y pedí perdón.
No en voz alta, pero lo pensé tan fuerte que sentí como si me escuchara. Después llegaron mis nietos. Primero el mayor, hijo de Carmen, tenía 3 años, me miró con curiosidad, se escondió detrás de su mamá. Yo me agaché, le extendí la mano y le dije, “Hola, soy tu abuela. ” No me contestó, solo me miró. Luego se fue corriendo y me reí. Me reí nerviosa, pero feliz, porque al menos lo vi. Estaba ahí de carne y hueso.
Luis llegó en la noche, no tocó la puerta, solo entró. me saludó con un beso rápido en la mejilla. Me dijo, “Qué bueno que viniste, ma.” Y se fue al patio. Yo me quedé parada como tonta. No sabía si abrazarlo, si decirle algo. No supe cómo romper ese muro que había entre nosotros. Pasaron los días y la verdad no fue fácil. No fue como esas historias donde todo es perdón y felicidad. No fue incómodo, fue raro. Sentí que no tenía lugar, que estaba invadiendo algo que ya no era mío.
Mis hijos ya eran adultos, tenían sus costumbres, su ritmo, su forma de vivir. Yo no encajaba, no sabía dónde dejar mis cosas, no sabía a qué hora comer, no sabía si preguntar o quedarme callada. Dormía en la recámara que había sido de Carmen, en una cama que me quedaba chica. Me despertaba temprano como allá, pero acá nadie se levantaba hasta tarde. Me sentaba en el patio a tomar café sola, mirando el cielo. A veces me daban ganas de regresarme.
A veces me preguntaba si había hecho un error. Un día Carmen me dijo, “Ma, tienes que tener paciencia. No esperes que todo sea como antes. Tenemos que conocernos otra vez. Y tenía razón. Pasamos tanto tiempo separados que ya no sabíamos cómo tratarnos. Yo no sabía si podía regañar a su hijo, si podía opinar, si podía meterme en su cocina. Me sentía como una visita que se quedó más de la cuenta. Con Luis fue aún más duro. Él apenas me hablaba, solo lo necesario.
Se iba temprano, regresaba tarde. Yo le preparaba su comida, la dejaba servida, pero él comía sin mirarme. Una noche me armé de valor, me senté frente a él y le dije, “Hijo, si quieres que me vaya, me voy. quiero incomodar. Solo vine porque pensé que aún tenía algo que darles. Él me miró y por primera vez en mucho tiempo me habló con el corazón en la mano. No quiero que te vayas, ma. Solo no sé cómo estar contigo.
Me acostumbré a que no estabas. Eso me dolió. Pero también fue necesario escucharlo. Yo también me acostumbré a vivir sin ustedes”, le dije. Y eso es lo más triste que me ha pasado. Nos quedamos callados. Luego me tomó la mano, me apretó fuerte y sentí que algo se abría, que algo se empezaba a sanar. No fue de un día para otro ni fue fácil, pero con el tiempo poco a poco empecé a sentirme parte de nuevo. Ahora juego con mi nieto, me dice Abu y me busca para que le cuente cuentos.
Carmen me pide consejos. Luis se sienta a platicar de vez en cuando, no de todo, pero de algo. Y eso ya es mucho. Volver no fue lo que soñé, fue mucho más difícil, pero también fue más real, porque la vida no es como las películas, es como es, llena de silencios, de enojos guardados, de tiempos que ya no regresan, pero también de oportunidades para empezar de nuevo. y uno tiene el valor y yo aunque con miedo, aunque con dudas volví.
Han pasado varios meses desde que regresé y aunque parezca mentira, apenas empiezo a sentir que tengo los pies en el suelo, porque al principio me sentía como flotando, como si viviera en una película donde nada me terminaba de parecer real. Estaba aquí, sí, pero también seguía allá con la cabeza llena de costumbres, de horarios de otra vida. Una de las cosas que más me costó fue entender que mis hijos ya no me necesitaban como antes, no porque no me quieran, sino porque ya aprendieron a hacer su vida sin mí.
Y eso duele más de lo que uno cree, porque uno se imagina que al volver te van a abrazar todos los días, que van a querer hablar contigo de todo, que te van a pedir consejos, que te van a preguntar cosas, pero no. Luis, por ejemplo, tiene su rutina. Se levanta, se baña, se va a trabajar, regresa cansado, se sienta a ver la tele, cena, se duerme, a veces ni siquiera me saluda al entrar, no porque me odie, simplemente ya se acostumbró a vivir así, a vivir sin una mamá que lo reciba, que le pregunte cosas.
Y yo yo tengo que aceptar eso porque él no eligió crecer sin mí. Con Carmen es un poco distinto. Ella sí se acerca más. Me cuenta de su hijo, me pide ayuda con la comida, me pregunta cómo hacía yo ciertas cosas. A veces se sienta conmigo a platicar mientras lavamos los trastes. Esos momentos los valoro más que nada. Son simples, pero me hacen sentir que sigo siendo su mamá, aunque sea diferente. Y mi nieto, ay, él sí me ha dado un motivo para quedarme.
me dice, “Abu, como te conté, me abraza fuerte cuando llego del mercado, me pide que le lea el mismo cuento 10 veces, se duerme encima de mí como si me conociera de toda la vida y eso me da un poco de paz porque tal vez no pude criar a mis hijos, pero todavía tengo la oportunidad de estar para él. Pero no te voy a mentir, no todo ha sido bonito. Me ha costado mucho encontrar mi lugar en la casa, en la familia, en la vida.