A veces siento que estorbo, que mis opiniones ya no importan, que cuando hablo nadie escucha, que lo que yo viví allá en el norte no tiene valor aquí, que soy solo la señora que volvió. Y eso me ha pegado fuerte porque allá, aunque me sintiera sola, al menos tenía una rutina, un trabajo, un sentido. Aquí me siento desubicada, no tengo trabajo, no tengo mis cosas, dependo de ellos para moverme, para salir, hasta para tener un celular decente.
Y aunque mis hijos nunca me lo han echado en cara, yo lo siento. Siento esa incomodidad, ese y ahora, ¿qué? Intenté buscar trabajo, algo sencillo, limpiar casas, cuidar niños, pero ya no tengo la misma energía. El cuerpo me duele más, el sol me cansa más rápido y además muchas casas ya tienen a alguien y cuando preguntan mi edad me dicen que me avisan, pero no llaman. Entonces paso los días en casa, cocino, barro, lavo la ropa, juego con mi nieto, pero en las noches, cuando todos duermen, me pongo a pensar, me siento en la cama, en silencio y me pregunto si hice bien.
¿Valió la pena dejar todo para regresar? ¿Todavía tengo tiempo para recuperar algo? ¿Puedo volver a sentirme útil? ¿Será que ya solo me toca esperar? Porque eso es lo que más miedo me da, convertirme en una persona que solo está, pero que ya no es parte de nada. Una vez le dije eso a Carmen, que sentía que ya no tenía un papel en esta vida. Y ella me miró con los ojos llenos de lágrimas y me dijo, “Ma, tú no te imaginas lo que significa para mí que estés aquí.
Escuchar tu voz en la cocina, verte doblar la ropa, oírte reírte con mi hijo me hace sentir que tengo mamá otra vez y eso me dio fuerzas, no para borrar todo lo que duele, pero sí para seguir, porque a veces lo único que necesitamos para no rendirnos es que alguien nos diga que todavía somos importantes. Con Luis ha sido más lento, más callado, pero ya no es como al principio. A veces me deja una taza de café en la mesa sin decir nada.
A veces me pregunta cómo me fue en el mercado. A veces se sienta conmigo a ver las noticias. No hablamos mucho, pero ya no hay esa distancia fría. Ya no siento que me odia, solo siento que está aprendiendo a verme otra vez como su mamá. Y yo también estoy aprendiendo a verlos como son, no como los niños que dejé, sino como los adultos que la vida me devolvió. He tenido que soltar la culpa poco a poco. No se va fácil, pero trato.
Me repito a mí misma, que hice lo mejor que pude, que si me fui fue por necesidad. No por gusto que si trabajé tanto fue para que ellos tuvieran algo mejor, no para abandonarlos. Y sé que ellos también lo saben, aunque no siempre lo digan. Ahora, cuando me despierto, ya no me siento tan perdida. Tengo una razón para levantarme. Tengo cosas que hacer, tengo gente que me espera y aunque no es perfecto, es real, es vida. No sé cuánto tiempo me quede, no sé qué va a pasar mañana, pero por primera vez en muchos años
estoy aquí, estoy presente, estoy viendo a mis hijos a los ojos, estoy sintiendo los abrazos, estoy escuchando las risas, estoy viva. Y eso después de tanto tiempo ya es mucho. Hoy tengo 52 años. Vivo en Cuautla otra vez, pero no en la misma casa donde crecí. Esa casa ya no existe. La vendieron después de que mi mamá murió. Ahora vivo con mi hija en una casa sencilla de dos cuartos. Comparto una habitación con mi nieto. A veces me despierta en la madrugada porque quiere agua o porque tiene miedo.
Y en vez de enojarme, sonrío porque por tantos años nadie me despertaba, dormía sola y ahora no. No tengo grandes cosas. No tengo una casa mía, ni coche, ni cuentas gordas en el banco. No me quedó mucho de todo lo que trabajé en Estados Unidos. Lo mandé todo, lo repartí, lo gasté en los demás y no me quejo porque lo hice con amor, pero sí aprendí algo, que el tiempo que das a los tuyos vale más que el dinero que les mandas.
Eso nadie me lo enseñó. Lo aprendí con los años, con los silencios, con los cumpleaños que me perdí, con los abrazos que no llegaron, con los te extraño, que me decían mis hijos por teléfono, sin saber que a mí me dolía el doble. También aprendí que cuando uno se va buscando un futuro mejor, muchas veces lo hace sin saber lo que deja atrás. Uno cree que 6 meses, un año, 2 años no son nada. Pero son todo porque en ese tiempo los niños crecen, cambian, se hacen grandes sin ti.
Y cuando quieres volver, ya no eres la misma, ni ellos tampoco. Yo no me arrepiento de haber ido, pero sí me duele lo que perdí. Porque se siente feo ver fotos de tus hijos en etapas que no viviste, escuchar historias de momentos que no estuviste, saber que hubo enfermedades, sustos, logros y que tú no estabas ahí para abrazar, para cuidar, para festejar. Por eso ahora valoro cada día, cada comida que hacemos juntos, cada juego con mi nieto, cada plática con mi hija, cada vez que Luis me dice, “Gracias, ma, aunque sea bajito, cada detalle.
Ya no pienso tanto en lo que no tengo, pienso en lo que todavía me queda, en lo que me fue devuelto, aunque distinto, en el tiempo que sí puedo compartir, porque aunque no pueda recuperar lo que perdí, sí puedo cuidar lo que tengo ahora. Y si tú me estás escuchando o leyendo y estás allá en el norte trabajando duro, soñando con un mejor futuro para los tuyos, solo quiero decirte algo con todo mi corazón. No te olvides de vivir.
No te olvides de llamar, de mandar un audio, de preguntar cómo están. No te olvides de contarles tus cosas también, de compartir lo que sientes, porque no solo ellos te necesitan, tú también necesitas sentirte parte. No te hagas invisible y si puedes, regresa. No cuando te sobre el dinero, no cuando todo esté perfecto. Regresa cuando tu corazón lo pida. Porque muchas veces dejamos pasar el tiempo esperando el momento ideal. Y ese momento nunca llega y cuando te das cuenta, ya es tarde.
Yo me tardé 19 años y aunque me dolió todo lo que me perdí, hoy estoy aquí con los míos, escuchando sus voces de cerca, viendo como mi nieto aprende palabras nuevas, sintiendo el calor de mi tierra, caminando por calles que huelen a tortillas recién hechas, oyendo los perros ladrar en la noche y todo eso me devuelve la vida. A veces me siento cansada, a veces me sigue doliendo el cuerpo, a veces extraño la rutina que tenía allá, pero prefiero eso mil veces que volver a dormirme sola en un cuarto frío con el corazón lleno de preguntas.
Ahora tengo menos cosas, pero más sentido. Y si tú has vivido algo parecido, si alguna vez tuviste que irte para darles algo mejor a los tuyos, te entiendo. No te juzgo, sé que se hace por necesidad, pero si sientes que algo dentro de ti te está pidiendo volver, aunque sea solo por un tiempo, hazle caso. La familia, la de verdad, no se construye con dinero, se construye con presencia, con paciencia, con cariño, con tiempo. Yo sé que no todos pueden regresar.
Hay quien no puede por papeles, por salud, por deudas, por miedo. Y está bien, no todo el mundo tiene la oportunidad, pero si la tienes, piensa bien en lo que vale la pena, porque uno puede trabajar toda la vida. Pero los abrazos no se guardan para después.