Mamá, tú ya no puedes seguir viviendo allá sola. Te estás perdiendo de todo. Yo no dije nada porque sabía que tenía razón. Ella siguió. Mi hijo va a crecer sin conocerte. No quiero eso. No quiero que seas una voz en el celular como fuiste con nosotros. No, otra vez, ma, por favor. Y me quedé muda porque esa frase me atravesó como cuchillo. ¿Cómo fuiste con nosotros? Lo había dicho sin malicia, sin coraje, pero era verdad. Yo fui una voz, fui dinero, fui recuerdos, no fui mamá de carne y hueso, no fui presencia, no fui abrazo.
Y ahí por primera vez, en casi 20 años empecé a pensar en dejar todo. Pasé días pensando, semanas. Cada noche me preguntaba si todavía tenía algo allá, si mis hijos me iban a aceptar, si mi nieto iba a llamarme abuela, si iba a ser muy tarde, si me iba a arrepentir. Pero también me preguntaba si tenía sentido seguir acá trabajando para otros en un país donde siempre fui invisible. La muerte de mi mamá fue el golpe que me abrió los ojos y también el que me hizo ver que ya no podía esperar más.
Ahí empezó la decisión más difícil de mi vida. Después de la llamada donde me dijeron que mi mamá había muerto, algo se quebró dentro de mí. Pero no fue de golpe, fue como una grieta que se fue abriendo poco a poco. Empezó esa misma noche y cada día se fue haciendo más grande, como si el aire ya no me alcanzara, como si todo lo que antes me daba fuerza ya no tuviera sentido. Durante los días que siguieron iba al trabajo como si fuera un fantasma.
Hacía todo en automático, limpiaba, cocinaba, barría. Pero no estaba ahí. Mi mente estaba lejos en Guautla, en la casa donde crecí, en la recámara de mi mamá, en la cocina donde ella me enseñó a hacer arroz, en el patio donde colgábamos la ropa juntas, en todo lo que ya no iba a volver. Y al mismo tiempo sentía un miedo que me apretaba el pecho, porque empezar a pensar en regresar no era cualquier cosa, era dejar todo lo que había construido.
Sí, era poco, pero era mío, mi cuarto, mis cosas, mi trabajo, mi rutina. Y aunque nunca me sentí completamente feliz allá, me daba miedo volver y no saber quién soy. No se lo conté a nadie ni a mis hijos. ni a mis compañeras. Solo lo pensaba en silencio. Me hacía preguntas que no sabía cómo contestar. Y si ya no me quieren allá. ¿Y si regreso y no encuentro trabajo? ¿Y si me enfermo y no tengo con qué pagar un médico?
¿Y si Carmen ya no me necesita? ¿Y si Luis me sigue guardando rencor? Pero por otro lado estaba lo otro. Y si me vuelvo a perder otro momento importante? ¿Y si mi nieto crece y no sabe quién soy? ¿Y si me muero aquí sola y nadie se entera? ¿Y si no me alcanza el tiempo para recuperar lo perdido? Una noche después de trabajar me senté frente a la mesa con mi cuaderno viejo, ese donde anotaba todo lo que mandaba de dinero, y empecé a escribir, no números, palabras.
Escribí todo lo que había hecho en esos 19 años. Cuánto mandé, cuántas veces lloré, cuántas veces quise volver, cuántas veces me aguanté. Escribí todo lo que había dejado, las Navidades sin ellos, las fiestas que me perdí, las enfermedades que me callé, los abrazos que me faltaron y al final escribí en grande. ¿Y ahora qué? Lo miré por un rato largo, luego cerré el cuaderno y me dije en voz bajita, “Ya basta, Josefina.” Esa misma semana hablé con Carmen.
“Hija, necesito hablar contigo en serio,” le dije. Ella se quedó callada. Luego me dijo, “¿Vas a venir?” Yo no supe qué decir. Sentí que las palabras se me atoraban en la garganta, pero luego, como si alguien más hablara por mí, lo solté. “Sí, hija, me voy a regresar. ” Se quedó callada un momento. Luego empezó a llorar. Ma, no sabes cuánto tiempo esperé eso. Ahí yo también lloré, pero no de tristeza. Lloré con miedo, sí, pero también con alivio.
Como si al fin hubiera tomado la decisión correcta, como si al fin estuviera eligiendo algo por mí, no solo por necesidad. Esa noche no dormí. Me la pasé pensando en todo lo que tenía que hacer, empacar, decidir qué llevarme, a quién regalarle mis cosas, hablar con la señora para decirle que me iba, buscar un boleto y sobre todo prepararme para lo que iba a encontrar allá. Me daba miedo ver a Luis, miedo de ver en sus ojos reproche, miedo de que me mirara como una desconocida, miedo de que no me abrazara.
Con Carmen era diferente, siempre fue más abierta, más cálida, pero con él, con él las cosas eran más duras. Le escribí un mensaje, no me atreví a llamarlo. Hijo, voy a regresar. No sé cómo va a ser todo, pero quiero intentarlo. Perdóname si me tardé tanto. No me contestó de inmediato. Pasaron tres días, tres, que se sintieron como 3 años y luego me mandó un mensaje cortito. Aquí te esperamos, ma. Lloré otra vez porque aunque fue corto fue suficiente.
La señora con la que trabajaba no entendió mucho mi decisión. Me dijo que pensara bien las cosas, que no iba a encontrar lo mismo en México, que allá estaba más segura. Pero yo ya no quería seguridad. Quería estar con los míos, aunque fuera tarde, aunque no supiera cómo. Empecé a empacar mis cosas. Me di cuenta de cuántas cosas tenía que en realidad no necesitaba. Ropa que nunca usé, zapatos que ya ni me gustaban, cosas guardadas por si acaso, pero también guardé mis recuerdos, las fotos, las cartas de mis hijos, los regalos pequeños que me mandaron por cumpleaños, todo lo que me sostuvo esos años.
Compré el boleto con los ahorros que tenía, solo de ida. El día que me subí al avión me temblaban las piernas. Era la primera vez que regresaba en 19 años, casi dos décadas. Me subí sola con un nudo en el estómago con una mezcla de emoción y terror. Durante el vuelo me puse a mirar por la ventana y pensé en todo. En los días buenos, en los días malos, en las veces que quise rendirme. Y me dije, “Ya hiciste lo que tenías que hacer, ahora te toca volver a vivir.” No sabía qué me esperaba, solo sabía que al bajar ya no iba a estar sola.
Cuando el avión aterrizó en Ciudad de México, lo primero que sentí fue el olor, un olor que no puedo explicar, pero que conozco desde niña. Mezcla de tierra, de comal, de humo, de calle, no sé, algo que me hizo llorar sin querer. Me puse la mano en la boca para no soltar el llanto ahí mismo con la gente alrededor. En migración no tuve problema. Salí caminando con mi maletita vieja, esa que me acompañó desde que llegué a Estados Unidos.
Traía lo poco que me cabía y una bolsa con dulces y chocolates para mis nietos. No sabía cómo iba a hacer verlos, no sabía qué cara poner, solo sabía que era ahora o nunca. Mi hija me estaba esperando afuera, Carmen, en persona, después de tantos años. Cuando la vi, me costó reconocerla. Ya no era la niña que yo dejé, era una mujer con ojeras, con cuerpo de mamá, con otra mirada. Me acerqué despacio. Ella me miró, sonrió y me abrazó fuerte, sin decir nada, solo lloró y yo también.