Les ponía dibujos, les contaba lo que veía en la calle, lo que comía, lo que soñaba. Les decía que los extrañaba, que eran mi motor, que todo lo estaba haciendo por ellos. Me acuerdo cuando me contestaron por primera vez. Luis me dibujó un carrito con su nombre y Carmen me mandó un corazón con crayolas. Lloré como niña cuando abrí ese sobre. Lo guardé muchos años hasta que se me perdió en una mudanza, pero lo tengo grabado en la cabeza clarito.
Después, con el tiempo, empezamos a hablar por teléfono. Mi mamá tenía un celular viejito, pero servía. Yo hablaba con ellos una o dos veces por semana. Les preguntaba cómo estaban, qué comían, cómo les iba en la escuela. Carmen siempre me contaba más, que le gustaba una canción, que la maestra regañó a un niño, que soñó que yo volvía. Luis era más callado. Siempre ha sido así, pero cuando me decía, “Te extraño, ma,” se me partía el alma.
Y así fueron creciendo. Yo les mandaba todo lo que podía. Ropa, juguetes, mochilas, libros, zapatos buenos. Cada diciembre les mandaba cajas llenas con todo. Les escribía una carta, les metía dulces, algo con mi olor, lo que fuera. Y me sentaba frente al teléfono esperando que llegara el día de la videollamada para verles la cara al abrir los regalos. Pero también empecé a notar que ya no me necesitaban igual, que mi voz ya no les emocionaba tanto, que sus vidas seguían con o sin mí.
Cuando Carmen cumplió 15 años, yo quise mandarle todo para que tuviera una fiesta bonita. Le mandé el vestido, los zapatos, el pastel lo encargué desde acá, hasta le pagué a un cuate de Cuautla para que tomara fotos y me las mandara. Ese día yo me arreglé solita como si fuera una boda. Me puse una blusa que me gustaba, me peiné, me pinté tantito y me senté frente a la compu a verla por videollamada. La vi bailar con mi hermano, su chambelán.
Vi cómo apagaba las velas, vi cómo le daban abrazos y vi como me saludaba por la pantalla diciendo, “Gracias, ma. Estuvo todo muy bonito, pero en sus ojos no había la emoción que yo esperaba y eso me dolió más que si me hubiera gritado, porque entendí que yo ya no era su centro, que era su mamá, así, pero a la distancia, que era como un recuerdo que ayuda, pero no acompaña. Luis ni siquiera quiso tener fiesta. me dijo que prefería que le mandara el dinero para comprarse una moto usada y se la compró.
Nunca la vi en persona, solo en fotos. Nunca supe si era segura, solo confié. Y así se fue yendo el tiempo. Yo veía cómo crecían, cómo cambiaban sus voces, sus caras, su forma de hablar, cómo dejaban de decirme mamá para decirme ma. ¿Cómo me hablaban menos? Me contaban menos, me preguntaban menos y yo sonreía, fingía que todo estaba bien, pero por dentro me sentía cada vez más lejos, como si cada dólar que mandaba construyera una pared más entre nosotros.
Una vez Luis me dijo, “Tú no sabes cómo es vivir sin mamá.” y me lo dijo sin coraje, con tristeza, con esa verdad que pesa. Yo solo le dije, “Yo tampoco, hijo. Yo también los necesito.” Y me arrepentí de decirlo porque sentí que no tenía derecho, que ellos tenían más razones para estar tristes que yo. Y claro que traté de volver. Una vez lo intenté. Fue cuando Carmen tuvo a su primer hijo. Sí, ya soy abuela. Pero ni eso me alcanzó para tomar la decisión.
Tenía miedo. Miedo de llegar y que no me reconocieran. Miedo de que me vieran como una intrusa. Miedo de que el bebé me dijera señora en lugar de abuela. Y además ya no tenía papeles. Salir era fácil, entrar otra vez imposible. Entonces me quedé, me aferré a esa rutina, a ese trabajo, a esas llamadas donde solo decía cómo están y me contestaban, “Bien, ma, todo bien.” Y así se me fue la vida. Con los cumpleaños por videollamada, con las noticias por mensajes, con los abrazos imaginados.
A veces me sentaba en mi cama en la noche y me preguntaba si había valido la pena. Si todos esos años trabajando como burra, mandando dinero, aguantando soledad, realmente ayudaron a mis hijos. Si les di un futuro o si les quité algo que ya nunca se iba a recuperar, porque el dinero compra muchas cosas, pero no compra el tiempo perdido. Y yo perdí tanto, tanto hasta que un día sonó el teléfono otra vez, pero esa vez algo cambió.
Era un martes, no se me olvida, martes a las 10:17 de la mañana. Yo estaba limpiando los vidrios del comedor cuando sentí que el teléfono vibraba en mi pantalón. Lo saqué rápido porque esa hora no era normal que alguien me llamara. Casi siempre mis hijos me mandaban mensaje por la tarde, después del trabajo o cuando tenían ratito libre, pero esa vez no. Esa vez era una llamada. Vi el nombre en la pantalla, Luis. Mi corazón se aceleró.
Me acuerdo clarito que se me resbaló el trapo de las manos y cayó al piso. Contesté sin pensar, con las manos todavía mojadas. Bueno, hijo, ¿todo bien? Del otro lado se escuchaba ruido como si estuviera en la calle, pero no me contestaba, solo respiraba. Luis, ¿qué pasa, mi amor? ¿Estás bien? Entonces me dijo con la voz quebrada, “Ma, la abuela se nos fue. Ahí se me fue el aire, como si me hubieran metido la cabeza bajo el agua.
No escuché más, solo un zumbido en los oídos. El cuerpo se me congeló. El teléfono casi se me cae de las manos. Me senté en el piso ahí mismo, sin importarme que estaba sucio, sin importarme nada. que fue lo único que pude decir. Se puso mal anoche, no despertó. El doctor dijo que fue el corazón. No sufrió, ma, no sufrió. Y ahí me rompí. Mi mamá, la mujer que había criado a mis hijos, la que me cubrió las espaldas por casi 20 años, la que me mandaba bendiciones en cada llamada, la que me decía que
me cuidara del frío, la que siempre me decía, “Ya vente, hija, ya cumpliste.” Esa mujer ya no estaba y yo no estuve ahí. No estuve cuando se sintió mal. No estuve cuando la llevaron al hospital. No estuve cuando dio su último respiro. No estuve. Y eso, eso no se me va a olvidar nunca. Luis me decía que estaban todos bien, que no me preocupara, que ya la estaban velando en casa, que Carmen estaba con su bebé, que él estaba con ellos.
Pero yo solo pensaba una cosa, ¿por qué no estuve? Colgué la llamada y me quedé ahí en el piso como una piedra. No lloré en ese momento. No podía. Me sentía vacía, como si me hubieran sacado el alma. Después de una hora me levanté, fui con la señora de la casa, le dije que necesitaba salir, que había una emergencia familiar. Me miró con cara de duda, como si no entendiera. No dijo nada más que, “Okay, tómate el día.” Y salí.
Me fui a caminar sin rumbo, solo caminé. Las calles de San José me parecían más frías que nunca. La gente pasaba a mi lado con sus cafés, sus audífonos, sus perros como si nada. Y yo cargando la muerte de mi madre sola en el pecho. Esa noche no dormí. Me senté en la cama con la luz apagada y lloré. Lloré con el cuerpo, con la garganta, con los dientes apretados. No era solo por mi mamá, era por todo, por los años, por los abrazos que no le di, por las veces que me decía que ya me quería ver, por la última Navidad que me dijo, “El año que viene ojalá estés aquí.” Y no estuve.
Y lo peor era que no podía ir. Si salía, ya no podía regresar. Y aunque me moría por estar allá, me daba pánico dejar todo lo que tenía acá, mi trabajo, mi renta, mis años, todo eso que me costó tanto. Pero, ¿qué valía más? Al día siguiente hablé con Carmen. Estaba más entera que yo. Me dijo que la abuela se veía en paz, que mucha gente fue a despedirse, que todos preguntaban por mí. Y entonces me soltó lo que me partió el alma.