19 años trabajando en EE.UU… pero dejé todo después de esa llamada…

Y lo que me faltaba eran ellos, Luis y Carmen. Los veía por videollamada en cumpleaños, en Navidad. Yo compraba los regalos por internet y los mandaba desde acá, pero no era lo mismo, nunca lo fue. Yo sonreía frente a la cámara, pero cuando colgábamos me rompía. Me quedaba viendo el celular apagado como si pudiera volver a verlos si me concentraba mucho. Ellos crecieron sin mí. Luis se hizo callado, muy callado. Siempre me contestaba con pocas palabras. Carmen era más cariñosa, pero con los años también se fue alejando.

Ya no me contaban nada, ya no me preguntaban nada, solo me daban las gracias por el dinero y se despedían rápido. Y yo entendí que me estaba volviendo una extraña para ellos, que en mi intento por darles todo, les había quitado lo más importante, una mamá presente, pero yo seguía porque tenía miedo de regresar y no tener nada, porque acá ya tenía una rutina, un trabajo seguro, porque me decía a mí misma que lo estaba haciendo por ellos.

hasta que un día sonó el teléfono. Pero eso te lo cuento después. Allá en San José todo era tan diferente. Desde el primer año mi vida se volvió una rutina que no cambiaba nunca. Me despertaba a las 5 de la mañana siempre, aunque fuera domingo. El cuerpo ya se acostumbraba solo. Me levantaba, me preparaba un café con pan, a veces solo pan porque no quería gastar, y me iba caminando a la casa donde trabajaba. 15 minutos exactos.

La familia para la que trabajaba era buena gente, sí, pero siempre me vieron como la señora que ayuda. Nunca fui Josefina, siempre fui ella, la que limpia, la que cocina, la que recoge los trastes. Yo no decía nada porque, ¿qué podía decir? Era mejor eso que estar sin trabajo. Nunca me trataron mal, pero tampoco me trataban como persona y una lo va aceptando. Poco a poco, sin darse cuenta. Los lunes eran los más pesados. Limpiar baños, aspirar alfombras, lavar ropa, planchar, acomodar la cocina.

A veces me dolían tanto los pies que me tenía que sentar en el baño un ratito no más para aguantar. Pero no lo decía, solo apretaba los dientes. Me acuerdo que siempre traía los dedos resecos, con grietas en las uñas, porque los productos de limpieza ya son muy fuertes. Pero nunca usaba guantes, sentía que me atrasaban. A mediodía me daban una hora para comer. Yo traía mi comidita en un topercito, arroz con huevo o sopita con frijoles.

Comía en la parte de atrás de la casa, en el jardincito. A veces me quedaba viendo el cielo. A veces me ponía a pensar en cuautla, en el olor de las tortillas en la mañana, en el calor de la casa de mi mamá y se me nublaban los ojos, pero solo un ratito. Después me limpiaba y seguía. Porque allá no hay tiempo para ponerse triste. Allá si te caes, nadie te levanta. Los miércoles eran días ligeros, según ellos, pero para mí era igual.

Ir al mercado, hacer comida especial si tenían visitas, limpiar el cuarto de los niños, trapear los pasillos. Yo les cocinaba de todo, aprendía a hacer comida americana, pero también les encantaban mis enchiladas y mi arroz rojo. A veces la señora me decía, “Josefina, hoy cocina como en México, que nos encanta ese saborcito tuyo.” Y eso me daba un poquito de alegría. Sentía que algo mío todavía valía. Los viernes eran los días de lavar todo, sábanas, toallas, cortinas.

Terminaba rendida. Cuando salía ya era de noche. El frío me calaba los huesos, pero me daba más frío por dentro que por fuera porque llegaba a mi cuarto y estaba sola. un cuartito chiquito con una cama, una mesita y un ventilador. No tenía tele, solo mi celular y con eso me conectaba al mundo. A veces hablaba con mi mamá, me contaba que Carmen ya tenía novio, que Luis andaba trabajando en una ferretería. Yo escuchaba todo en silencio, solo decía, “Qué bueno, ma, me da gusto.” Pero por dentro sentía como si me estuvieran contando la vida

de alguien más, como si esos muchachos ya no fueran míos, como si solo fuera una tía lejana que se entera de las cosas. Y luego venía lo más difícil, las videollamadas. Los domingos a las 8 de la noche hablábamos los tres. Era la noche de mamá, como decía mi hija al principio, pero con los años se volvió rutina también. Ellos ya no me contaban tantas cosas. Se reían entre ellos, me decían que todo iba bien, que no me preocupara.

Yo los veía y me dolía el alma porque me daba cuenta que ya no me necesitaban, que habían aprendido a vivir sin mí. Una vez, en una llamada, Carmen me dijo, “Mamá, ¿por qué no mejor te quedas allá para siempre? Aquí ya estamos grandes. Y no me lo dijo con enojo, me lo dijo con esa frialdad que duele más, como si ya hubiera aceptado que su mamá no iba a volver nunca. Esa noche lloré hasta quedarme dormida.

Me acuerdo que en esa época yo ya llevaba más de 15 años allá. 15 años. casi la mitad de mi vida adulta y no tenía nada, no tenía papeles, no tenía seguro, no tenía una casa mía, no tenía pareja, no tenía mis hijos, tenía dinero. Sí, pero de qué servía si yo no podía abrazar a nadie, si cada Navidad la pasaba sola calentando tamales en el microondas, viendo las fotos que me mandaban por WhatsApp y aún así seguía porque me daba miedo volver y no saber qué hacer, porque allá uno se vuelve como un mueble

más, se acostumbra a la rutina, al silencio, a que nadie te llame por tu nombre, a no celebrar tu cumpleaños, a que lo único tuyo sea tu tristeza. Una vez una compañera Lucía de Puebla me preguntó si yo nunca pensaba en regresar. Le dije que sí, pero que ya no sabía si tenía a dónde volver. Me contestó algo que se me quedó clavado. José, a veces uno se va a tanto tiempo que cuando vuelve ya no hay nadie que te espere.

Y eso me dejó helada, porque era cierto. Yo ya no sabía si mis hijos querían que regresara, si me veían como su mamá o como una señora que manda dinero. Ya no sabía si ellos eran míos o si solo eran recuerdos, pero igual me levantaba cada día y me iba a trabajar porque allá el tiempo no te espera, porque si te detienes te caes. Y yo no quería caerme. No haya, no sola. Hasta que sonó ese teléfono.

Ser mamá a distancia es como querer abrazar con las manos amarradas, como querer estar, pero sin poder tocar, sin poder oler a tus hijos, sin escuchar su risa en persona, solo por llamada, solo por fotos, solo por recuerdos. Al principio traté de estar presente lo más que pude. Cuando llegué a Estados Unidos les mandaba cartas. Sí, cartas, porque ni celular tenían allá en la casa de mi mamá. Les escribía con mi letra chueca, con pluma azul, en hojas que compraba en la farmacia.

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