Alexandra ya no sentía nada físicamente. Ningún dolor, salvo un ardor sordo en el alma. No lograba entender dónde estaba ni qué le había sucedido.
La mujer miraba a su alrededor, confundida. No había horizonte, ni tierra, ni cielo. Todo había desaparecido, dejando solo una densa niebla azulada que la envolvía por completo.
— Bienvenida a la eternidad —dijo una voz tranquila pero inquietante.
Y en ese preciso instante, Alexandra recordó todo. Cada detalle: cómo su coche perdió el control, salió de la carretera, giró en el aire… y cómo el impacto final había convertido su vida en un simple fragmento.
— ¡No! ¡No estoy lista! —gritó— Tengo un marido, un hijo… ¡mi madre está muy enferma! ¡Me necesitan! ¡Por favor, devuélveme la vida! ¡Te daré lo que quieras!
— Interesante propuesta… —respondió la voz con una leve sonrisa que Alexandra casi pudo sentir en la piel— Te ayudaré. Pero te advierto: tendrás una oportunidad, aunque dudo que sepas aprovecharla. Y el precio será terrible. Créeme, conozco bien el infierno…
— Te suplico, quienquiera que seas, ¡hazlo! ¡Ayúdame!