—“¡Acuéstelo recto! ¡Inclinen su cabeza hacia atrás!” —ordenó, con una voz pequeña pero firme.
Colocó sus manos sobre el pecho del millonario, contando las compresiones, y luego se inclinó para darle respiraciones—tal como había practicado en el centro comunitario.
Los minutos pasaban como horas. Y de pronto, el pecho de Victor se alzó; jadeó buscando aire. Poco a poco, el color regresó a su rostro. Un alivio colectivo recorrió la cabina mientras estallaban los aplausos. Las azafatas se hicieron cargo enseguida, mientras Maya, temblando y exhausta, regresaba a su asiento. Los murmullos se extendieron como pólvora: una niña acababa de salvar la vida de un millonario.
Cuando el avión aterrizó en Nueva York, Victor fue sacado en una camilla. Antes de desaparecer entre la multitud, sus ojos se cruzaron con los de Maya. Movió los labios en un susurro débil, palabras que ella no alcanzó a escuchar por el bullicio.
No fue sino hasta más tarde—cuando todo se calmó—que Maya descubriría lo que él había intentado decir. Y esas palabras la harían llorar desconsoladamente…
Cuando la ambulancia se llevó a Victor, Maya permaneció congelada en su asiento, con las manos aún temblorosas. Todos la llamaban “pequeña heroína”, pero lo único en lo que pensaba era en su madre. Si tan solo mamá estuviera viva para ver ese momento—seguro le habría sonreído y la habría abrazado con fuerza.
Más tarde, mientras esperaba en la recogida de equipaje, una azafata se le acercó apresurada y le entregó un sobre blanco.
—“El señor Hale me pidió que te diera esto. No pudo terminar lo que intentó decir en la camilla.”
Maya lo abrió de inmediato. Dentro había una nota escrita con letra temblorosa:
“Me salvaste la vida. Te lo debo todo. Yo conocí a tu madre—ella fue la enfermera que una vez salvó la vida de mi esposa en el hospital en el que invertí. Nunca pude agradecerle. Ahora, tú has continuado con su legado. Yo me encargaré de tu futuro. Ven a verme. – Victor Hale.”
Las lágrimas brotaron en los ojos de Maya allí mismo, en el aeropuerto. No por las promesas de riqueza, sino porque, por primera vez, alguien hablaba de su madre con el respeto que Maya creía que el mundo había olvidado.
Una semana después, Maya y su tía fueron llevadas a la imponente torre de Victor en Manhattan. Sobre la mesa los esperaban documentos: una beca completa para Maya hasta la universidad, un fondo fiduciario a nombre de su madre, y la escritura de un pequeño apartamento para que nunca más tuvieran que vivir hacinadas en una renta miserable.
Victor tomó la delgada mano de Maya y susurró, esta vez claramente:
—“Tu madre salvó a la persona que más amaba. Tú me salvaste a mí. Desde hoy, no estás sola. Vive la vida que tu madre siempre quiso para ti, Maya.”
Maya rompió en llanto, pero esta vez eran lágrimas de esperanza. Lágrimas de un nuevo comienzo.