En la cabina de primera clase, en el asiento 2A, viajaba Richard Coleman. Millonario, magnate inmobiliario, apodado por la prensa como “El Rey de Hielo”. Sus rascacielos dominaban los horizontes de Manhattan y Miami, pero su reputación era tan gélida como el mármol que adornaba sus oficinas.
Nunca sonreía en público. Jamás perdonaba un error. El tiempo, para él, era dinero; el afecto, una pérdida. Nadie lo describía como bondadoso; lo respetaban, lo temían, lo envidiaban.
Ese día volaba hacia Nueva York para asistir a una reunión crítica con inversionistas extranjeros. Miles de millones de dólares estaban en juego. Para Richard, la puntualidad era sagrada. Para Richard, la vida era un tablero de ajedrez donde cada movimiento debía ser calculado.
Pero ni todo su dinero ni toda su frialdad podían anticipar lo que estaba a punto de ocurrir.
3. El colapso
A mitad del vuelo, cuando la azafata ofrecía bebidas, un ruido seco interrumpió la rutina: un cuerpo desplomándose en el asiento de primera clase.
Richard Coleman se retorció, llevándose una mano al pecho. Su rostro se puso lívido, sus ojos se abrieron en pánico, su respiración se convirtió en un jadeo entrecortado.
—¡Ayuda! —gritó la azafata—. ¡Hay un pasajero inconsciente! ¿Algún médico a bordo?
El silencio fue insoportable. Nadie se movió. Miradas nerviosas se cruzaron, algunas manos temblorosas se levantaron para luego volver a caer. Un murmullo de miedo recorrió la cabina.
El multimillonario, el hombre más poderoso en ese avión, estaba muriendo… y nadie sabía qué hacer.
 
					