Pero su mirada lo traicionaba. Entonces les pedí que me contaran la verdad.
Ellos confesaron: eran los padres biológicos de Javier. Campesinos pobres de un pueblito en Oaxaca. Cuando Javier era niño, la familia cayó en deudas y desesperación. No podían mantenerlo y lo entregaron a un orfanato, esperando que tuviera una vida mejor. Con los años, la situación mejoró, quisieron recuperarlo… pero Javier, ya universitario, los rechazó. Les dijo que le daba vergüenza tener padres campesinos, casi mendigos. Se marchó a la ciudad y cortó todo lazo, inventando la historia de que era huérfano. Ellos se enteraron de la boda por un conocido y viajaron solo para ver a su hijo por última vez.
La rabia me consumió. Arrastré a Javier a un rincón y le grité:
—¿Me mentiste todos estos años? ¿Abandonaste a tus padres por vergüenza? ¿Así eres como persona?
Javier bajó la cabeza, murmurando:
—Mariana, no entiendes… yo solo quería escapar del pasado. Mis padres nunca me dieron nada más que miseria. Quería darte una vida sin esa carga.
Las lágrimas me corrían por el rostro:
—¿Y crees que se construye felicidad sobre la mentira y el desprecio a tus padres?
Me quité el anillo y lo puse en su mano:
—Esta boda termina aquí.
Los murmullos llenaron el salón. Mi madre intentó detenerme, pero yo ya había decidido. Tomé a los ancianos y los senté en la mesa principal. Declaré frente a todos:
—Ellos son los padres de Javier. Les pido perdón por no haberlo sabido antes. Yo me encargaré de cuidarlos.
El silencio se apoderó del lugar. Javier quedó inmóvil, incapaz de hablar.
Semanas después, llevé a los ancianos al médico. El padre de Javier estaba gravemente enfermo. En la bolsa de tela descubrí una caja pequeña con un documento: un título de propiedad de un terreno en Oaxaca, valuado en millones de pesos, a nombre de Javier. Tras la partida de su hijo, ellos habían trabajado toda la vida para comprar esa tierra, pensando en dejársela como herencia. No eran mendigos como él los pintaba: eran padres sacrificados, que lo dieron todo.
No regresé con Javier. Vendí la tierra para pagar el tratamiento del señor y construir una casa modesta para ellos. Cuando Javier vino a rogar perdón, le dije:
—Elegiste las luces de una boda, pero ignoraste la mirada de tus padres. Ahora vive con tu decisión.
Él cayó de rodillas, pero yo ya no era la misma Mariana. El problema entre nosotros no fue solo la mentira, sino el hecho de que prefirió pisotear la sangre que lo dio todo por él. Bajo las luces de la boda, perdí a un esposo, pero gané mi dignidad… y a dos verdaderos padres.
 
					