Una niña abrazó a su padre en el ataúd espeluznante.-Pic

Dijo que esperaran, que algo raro estaba pasando.

Camila no se movía, pero no parecía inconsciente

Camila no se movía, pero no parecía inconsciente. Su respiración era suave y uniforme, como si estuviera durmiendo plácidamente, acunada por el frío abrazo de su padre. La mano de Julián, esa misma mano que había sostenido la suya tantas veces en paseos por el parque, ahora descansaba sobre su espalda. Era un gesto de protección, un adiós que desafiaba toda lógica. La tía que había gritado se echó a llorar, no de miedo, sino de una profunda y dolorosa ternura. La mamá, que había permanecido en un estado de letargo, se incorporó de golpe, con los ojos llenos de una mezcla de horror y asombro.

El silencio se apoderó de la habitación, un silencio mucho más pesado y denso que el que había antes. Ya no había susurros, ni llantos, ni el ruido de los niños. Todos los ojos estaban fijos en el ataúd, en la niña dormida y el padre que, de alguna forma, la estaba consolando. El aire se sentía espeso, cargado de una energía que nadie podía comprender. La abuela, la única que parecía mantener la calma, se arrodilló junto al ataúd y acarició suavemente el cabello de su nieta.

“Déjala”, susurró con voz temblorosa. “Está bien”.

Nadie se atrevió a contradecirla. La escena era demasiado sagrada, demasiado inexplicable. Los minutos se estiraron en una eternidad. La luz de la luna se filtraba por la ventana, bañando la sala en un resplandor fantasmal que hacía que todo pareciera un sueño. De repente, Camila soltó un suspiro largo y profundo. La mano de su padre, lentamente, se deslizó de su espalda y volvió a su posición original, sobre su pecho.

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Camila abrió los ojos. Miró a su alrededor, como si despertara de un sueño muy largo. Su mirada se encontró con la de su mamá, que la miraba con desesperación. Camila se levantó del ataúd, con la ayuda de su abuela, y se dirigió a su madre. Le dio un abrazo tan fuerte que la mamá sintió un escalofrío. En ese abrazo no había el peso del duelo, sino una paz y una tranquilidad que le llenaron el corazón.

“Está bien, mami”, susurró Camila al oído de su madre. “Papá se fue a dormir, pero me dijo que no me preocupara, que siempre estará conmigo”.

Y después de decir eso, por fin, lloró. Lloró con todo el dolor y la tristeza que había estado guardando durante horas. Lloró por la pérdida, por el amor, por el adiós. Y su mamá la abrazó fuerte, sin soltarla, mientras todos los demás en la habitación sintieron cómo el aire se volvía un poco más ligero, como si un peso invisible se hubiera levantado de sus hombros. La despedida, por fin, había llegado.

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