Nadie insistió más.
Pasó un rato largo y la mayoría empezó a distraerse.
Unos salieron a fumar, otros fueron a la cocina por café y la mamá se quedó sentada en una esquina con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados.
En ese momento, Camila se subió a la silla, apoyó una rodilla en el borde del ataúd y trepó con cuidado.
Lo hizo despacio, como si ya lo hubiera pensado.
Nadie se dio cuenta hasta que ya estaba adentro, acostada encima del cuerpo de su papá, abrazándolo fuerte.
Cuando una de las tías se giró y la vio ahí, gritó sin pensarlo y todos corrieron.
Fue un caos.
Al principio creyeron que se había desmayado o que estaba teniendo una crisis, pero cuando se acercaron vieron algo que los dejó sin palabras.
La mano de Julián estaba encima de la espalda de Camila, como si él también la estuviera abrazando.
Algunos se quedaron congelados y otros empezaron a decir que la niña lo había movido, pero no tenía sentido porque la mano no estaba en una posición forzada, estaba apoyada con naturalidad y con el brazo levemente levantado.
Uno de los hombres quiso apartarla, pero la abuela no lo dejó.
Dijo que esperaran, que algo raro estaba pasando.
Camila no se movía, pero no parecía inconsciente
Camila no se movía, pero no parecía inconsciente. Su respiración era suave y uniforme, como si estuviera durmiendo plácidamente, acunada por el frío abrazo de su padre. La mano de Julián, esa misma mano que había sostenido la suya tantas veces en paseos por el parque, ahora descansaba sobre su espalda. Era un gesto de protección, un adiós que desafiaba toda lógica. La tía que había gritado se echó a llorar, no de miedo, sino de una profunda y dolorosa ternura. La mamá, que había permanecido en un estado de letargo, se incorporó de golpe, con los ojos llenos de una mezcla de horror y asombro.
El silencio se apoderó de la habitación, un silencio mucho más pesado y denso que el que había antes. Ya no había susurros, ni llantos, ni el ruido de los niños. Todos los ojos estaban fijos en el ataúd, en la niña dormida y el padre que, de alguna forma, la estaba consolando. El aire se sentía espeso, cargado de una energía que nadie podía comprender. La abuela, la única que parecía mantener la calma, se arrodilló junto al ataúd y acarició suavemente el cabello de su nieta.