Casi de inmediato, la atmósfera cambió.
En la mesa vecina, una mujer susurró: «Debe ser la abuela de alguien. Es tierno… pero ¿no está un poco fuera de lugar aquí?». «Apuesto a que ni siquiera sabe decir “foie gras” correctamente», murmuró un hombre, burlón. «A veces, las personas mayores entran en este tipo de lugares por error», sopló un camarero detrás de la barra. Una pareja pidió cambiar de mesa. Un grupo de influencers ajustó sus cámaras para que ella no apareciera en el fondo.
Pero Eliza no pareció notar nada. Permanecía recta y serena, con las manos cuidadosamente apoyadas en su regazo, los ojos habitados por una paz tranquila. Cuando el camarero vino, pidió el menú completo sin dudarlo, aunque rechazó el vino. «Estoy esperando a alguien», explicó calmadamente, con voz pausada.
El tiempo pasó. La sala zumbaba con conversaciones, pero las miradas volvían constantemente hacia ella, a veces divertidas, a veces teñidas de lástima.
Y entonces ocurrió lo inesperado.
El dueño sale de la cocina
Las puertas de la cocina se abrieron de golpe.
De ellas salió un hombre que muy pocos clientes habían visto alguna vez: el propio dueño, Benjamin Hartwell. No era su estilo mezclarse con los comensales. Antiguo chef formado en París y Tokio, Ben era conocido por su perfeccionismo y por mantenerse en la sombra. Se había forjado una reputación casi intocable. Pero esa noche, la harina aún empolvaba su delantal, llevaba las mangas remangadas y su mirada recorrió la sala. Hasta encontrarla.
Se quedó helado. Por un instante, el tiempo pareció suspenderse. Luego, lentamente, cruzó la sala, ignorando susurros y miradas curiosas.
Se detuvo junto a la mesa de ella. Y, para sorpresa de todos, se arrodilló. «Eliza», dijo, con la voz ronca por la emoción. «Ha vuelto». Eliza sonrió suavemente. «Por supuesto. Le dije que volvería». Ben le tomó la mano, con cuidado. «¿Recuerda lo que me dijo? Aquella noche, ¿cuándo estuve a punto de dejarlo todo?». Su mirada se volvió más tierna. «Le dije: “No deje que su dolor decida el sabor de su cocina. Deje más bien que su esperanza se encargue de ello”». Ben soltó una risa temblorosa, con un nudo en la garganta. «Sí. Es verdad. No lo entendí entonces. Pero ahora…».
El restaurante entero había enmudecido. Ben se levantó lentamente, volviéndose hacia los clientes. «Esta mujer es la razón por la que este restaurante todavía existe». La miró de nuevo, con voz firme. «No, ella es la razón por la que yo todavía existo».
Una historia revelada