Mientras el hombre de la fila 12 jadeaba en busca de aire, su esposa le agarró la mano, suplicándole a los auxiliares de vuelo: “¡Hagan algo!”
Intentaron compresiones torácicas, pero su técnica era deficiente. Un pasajero buscó instrucciones de RCP en su teléfono, pero la turbulencia le impedía concentrarse. Los minutos se hicieron interminables, cada vez más intensos.
La voz del capitán volvió a sonar: «Solicitamos un aterrizaje de emergencia. Espere».
Pero Denver aún estaba lejos. Y sus posibilidades se le escapaban con cada latido que le faltaba.
Los pasajeros comenzaron a susurrar, no sobre su propia seguridad, sino sobre ella, la mujer a la que habían obligado a salir.
“¿No dijeron que sabía primeros auxilios?”, murmuró uno.
“Oí que rogó que la dejaran quedarse. Quizás podría haber…”, otro se quedó en silencio, incapaz de terminar la frase.
El arrepentimiento se extendió como la pólvora. Los mismos pasajeros que se habían quejado de su presencia ahora deseaban con más fuerza que siguiera en el asiento 28B.
El suelo tiembla demasiado tarde
Cuando el avión finalmente aterrizó en Denver para el aterrizaje de emergencia, los paramédicos subieron a bordo rápidamente. Trabajaron con rapidez, pero el estado del hombre había empeorado sin remedio. El llanto de su esposa resonó en la cabina, un sonido que quedó grabado en la memoria de todos los pasajeros.
Y en ese instante, se hizo el silencio. Nadie celebró haber llegado al suelo. Nadie se apresuró a recoger sus maletas. En cambio, se quedaron sentados, atónitos, dándose cuenta de que la misma persona a la que habían rechazado era quien podría haberlo salvado.