Me llamo Lina. Tengo veinte años, soy estudiante de último año de diseño, y a menudo me dicen que parezco mayor de la edad que tengo.
Quizás sea porque crecí solo con mi madre: fuerte, resiliente e inquebrantable. Mi padre falleció joven y ella nunca se volvió a casar. Trabajó incansablemente para criarme sola.
Durante un programa de voluntariado en Guadalajara, conocí a Santiago, el coordinador de logística. Era más de veinte años mayor que yo: amable, tranquilo y alguien cuyas palabras tenían una profundidad a la que no estaba acostumbrada. Al principio, simplemente lo respetaba como colega, pero poco a poco, mi corazón cambiaba cada vez que lo oía hablar.
Santiago había superado sus propias tormentas. Tenía una carrera estable, un matrimonio roto a sus espaldas y no tenía hijos. Rara vez hablaba de su pasado; solo decía: “Perdí algo valioso. Ahora solo quiero vivir con honestidad”.
Nuestra relación se desarrolló lentamente, tranquila, genuina, sin caos. Me trataba con paciencia y ternura, como si fuera algo delicado que quisiera proteger. La gente susurraba, preguntándose por qué una chica de veinte años se enamoraría de un hombre dos décadas mayor, pero no me importaba. Con él, me sentía segura.
Un día, me dijo: