Mariana nació en un pequeño pueblo ribereño de Jalisco, donde el sol doraba los campos y la vida giraba alrededor del río. Su padre había fallecido cuando ella aún era niña, y su madre, Doña Rosa, trabajaba incansablemente vendiendo tamales y flores para criarla junto a su hermana menor. Aquella vida sencilla enseñó a Mariana a valorar cada centavo y a vivir con dignidad, sin importar la pobreza.

Cuando obtuvo una beca para estudiar en la Universidad de Guadalajara, se sintió como si el destino finalmente le sonriera. Para mantenerse, trabajaba en una cafetería cerca del campus, hacía tutorías y vendía collares artesanales los fines de semana. Fue en la biblioteca donde conoció a Rodrigo —alto, amable, con una sonrisa que irradiaba confianza. Él provenía de una familia acomodada, con padre empresario y madre acostumbrada a reuniones sociales y cenas de gala.

Después de un año de relación, Rodrigo le dijo una tarde:
—Quiero que vengas a casa el domingo, mis padres quieren conocerte.

El corazón de Mariana se estremeció. Sabía que ese momento llegaría, pero el miedo a ser juzgada por su origen le oprimía el pecho. Aun así, decidió presentarse con la frente en alto y el corazón sincero.