Diez minutos después, giraron hacia una calle arbolada en un vecindario que Margaret no reconocía. Las casas eran antiguas, parecidas a la suya, con jardines bien cuidados y árboles grandes. Lisa frenó el coche y se detuvo frente a una encantadora casa azul con molduras blancas y un amplio porche adornado con macetas floridas.
—“Aquí estamos,” —anunció Lisa al apagar el motor.
Margaret miró la casa, confundida.
—“¿Dónde estamos?”
—“En casa,” —dijo Lisa, saliendo del coche y ayudando a Margaret, que avanzaba lentamente con su bastón.
Mientras caminaban por el sendero de piedra, la puerta principal se abrió y apareció David, el esposo de Lisa, con una amplia sonrisa.
—“Bienvenida a casa, Margaret,” —dijo alegremente.
Margaret se quedó inmóvil, desconcertada.
—“No entiendo…”
Lisa la guió suavemente hacia el porche.
—“Mamá, David y yo compramos esta casa hace tres meses. Hemos estado renovándola desde entonces,” —explicó mientras abría la puerta.
Aún confundida, Margaret se dejó guiar hacia el interior, donde la recibió una sala luminosa y abierta, amueblada con cariño. Para su sorpresa, muchas de sus propias pertenencias estaban allí: su sillón favorito junto a la ventana, sus mantas hechas a mano en el sofá, y su colección de fotos familiares decorando la repisa de la chimenea.
—“Esto… no tiene sentido,” —susurró Margaret, con la voz entrecortada.
Lisa la condujo por una cocina espaciosa, con encimeras bajas y gabinetes accesibles, luego por un comedor donde se encontraba la querida mesa de roble de Margaret, y finalmente hasta una puerta al fondo de la casa.
—“Esta es tu suite,” —dijo Lisa, abriendo la puerta para revelar una hermosa habitación con baño propio, pintada en el tono azul pálido favorito de Margaret.
Allí estaba su cama, con sábanas limpias, y la cómoda antigua que había pertenecido a su abuela. El baño tenía barras de apoyo, una ducha con asiento y puertas anchas, tal como el médico había recomendado.
Con lágrimas en los ojos, Margaret no dijo una palabra. Lisa tomó sus manos temblorosas.
—“Mamá, nunca planeamos llevarte a un asilo. David y yo hemos trabajado en esta casa durante meses. Hay espacio para todos y todo está preparado para que te muevas con seguridad y mantengas tu independencia.”
David apareció en la puerta, acompañado de los mellizos de 12 años, Emma y Jacob, que estaban esperando para sorprender a su abuela.
—“Queremos que vivas con nosotros, abuela,” —dijo Emma, abrazándola con ternura.
—“¿Quién más me enseñará a hacer esas galletas tan ricas?” —añadió Jacob, sonriendo.
Margaret se sentó lentamente al borde de la cama, abrumada.
—“Pero sus vidas… su rutina… yo seré una carga.”