Tras un cajón con la etiqueta «Personal», Rosa contestó. Estaba sellado. Edward tomó el sobre con dedos temblorosos.
Durante un largo instante permaneció inmóvil. Al abrirla, se quedó sin aliento. Rosa empezó a irse, pero su voz la detuvo.
Quédate. Se detuvo en la puerta y entró lentamente mientras él desdoblaba la carta. Sus ojos recorrieron la página una y otra vez, y su expresión se desmoronaba con cada pasada.
Rosa no dijo nada. Esperó, no una explicación, ni permiso, solo a él. La voz de Edward era un susurro cuando por fin habló.
Ella escribió esto tres días antes del accidente. Él parpadeó con fuerza y luego leyó en voz alta, con la voz entrecortada, pero lo suficientemente firme como para transmitir las palabras. Si estás leyendo esto, significa que has olvidado cómo sentirte, o tal vez lo has enterrado demasiado.
Edward, no intentes arreglarlo. No necesita soluciones. Necesita a alguien que crea que sigue ahí dentro, aunque no vuelva a caminar, aunque no diga ni una palabra más.
Solo cree en quién era, en quién sigue siendo. Sus manos temblaban. La siguiente parte era más suave.
Quizás alguien lo alcance cuando me haya ido. Espero que lo hagan. Espero que los dejes.
Edward no intentó terminar el resto. Dobló el periódico, agachó la cabeza y lloró. No fue un llanto silencioso.
Fue crudo y desprevenido, el tipo de dolor que solo se rompe cuando se reprime. Rosa no lo consoló con palabras. Simplemente se acercó y le puso una mano en el hombro.
No como un sirviente, ni siquiera como un amigo, sino como alguien que sabía lo que significaba cargar con un dolor ajeno. Edward se inclinó hacia delante, cubriéndose el rostro con ambas manos. Los sollozos llegaban en oleadas.
Cada uno parecía quitarle algo. Orgullo, quizás. Control.
Pero lo que quedaba parecía más humano que en años. No era que no hubiera llorado a Lillian. Era que nunca había permitido que lo destrozara.
Y ahora, en la silenciosa compañía de alguien que no pedía nada a cambio, lo permitió. Por fin. Rosa no se movió hasta que su respiración se calmó.
Cuando la miró de nuevo, con los ojos rojos y húmedos, intentó hablar, pero no pudo. Ella negó con la cabeza suavemente. «No tienes que hacerlo», dijo.
Lo escribió por una razón. Edward asintió lentamente, como si por fin comprendiera que no todo necesitaba reparación. Algunas cosas solo necesitaban reconocimiento.
Por un rato permanecieron en silencio, con la carta que los unía ahora descansando suavemente sobre el escritorio. Edward la recogió de nuevo y leyó la última línea, apenas susurrándola. Enséñale a bailar.
Incluso cuando me haya ido. Rosa exhaló, con el corazón encogido al oír las mismas palabras que una vez escuchó susurrar de Carla, palabras que le parecieron una profecía. Edward la miró, la miró de verdad, y algo se suavizó en su mirada.
Le habrías gustado, dijo con voz ronca. No era una frase. No pretendía halagar.
Era una verdad que desconocía hasta ahora. La respuesta de Rosa fue tranquila y sin vacilar. Creo que ya lo hace.
La frase no necesitaba explicación. Contenía algo atemporal, la comprensión de que las conexiones a veces se extienden más allá de la vida, más allá de la lógica, hacia algo espiritual. Edward asintió, con lágrimas aún en las pestañas.
Dobló la carta una última vez y la colocó en el centro de su escritorio, donde permanecería. No escondida. No guardada.
Visto. Y en ese momento, sin terapia, sin programa, sin ningún avance por parte de Noah, solo la carta y la mujer que la encontró, Edward se derrumbó en su presencia por primera vez. No por fracaso.
No por miedo. Por liberación. Rosa estaba a su lado, testigo silenciosa de un momento que él no sabía que necesitaba.
Ella le había entregado un pedazo de su pasado y, al hacerlo, le había dado un futuro que no creía posible. Y mientras se giraba para irse, dándole espacio para sentir, no para arreglar, Edward volvió a susurrar, esta vez a nadie en particular: «Le habrías gustado». Rosa se detuvo en la puerta, sonrió suavemente y respondió sin darse la vuelta: «Creo que ya lo hace».
Rosa empezó a traer la cinta en silencio. No anunció su propósito, no la destacó. Era larga, suave, de un amarillo pálido descolorido por el tiempo, más tela que adorno.
Noah lo notó de inmediato, siguiéndolo con la mirada mientras ella lo desplegaba como un pequeño estandarte de paz. «Esto es solo para nosotros», le dijo el primer día, con voz tranquila y manos suaves. «Sin presiones, dejaremos que la cinta haga el trabajo».
Lo enrolló sin apretar alrededor de su mano y de la suya, y luego se movió lentamente, enseñándole a seguir el movimiento con el movimiento. No con las piernas, nunca con fuerza, solo con los brazos. Al principio fue casi nada, un leve movimiento de muñeca, una inclinación del codo, pero Rosa marcó cada milímetro de esfuerzo como una celebración.
Listo, susurraba, ya está, Noah, eso es bailar. Él parpadeó lentamente en respuesta, al mismo ritmo que había usado semanas atrás para decir que sí. Edward observaba desde la puerta con más frecuencia ahora, sin interferir nunca, pero atraído por el ritual que Rosa estaba creando.
No parecía terapia, no era instructivo, era una especie de llamada y respuesta. Un lenguaje que solo entendían dos personas: una paciente, una despierta. Cada día el movimiento crecía; una tarde, Rosa añadió una segunda cinta, lo que permitió a Noah practicar la extensión de ambos brazos mientras ella, de pie detrás de él, lo guiaba con suavidad.
Ya no apartaba la mirada cuando ella hablaba; ahora la miraba fijamente, no siempre, pero con más frecuencia. A veces anticipaba su siguiente movimiento, levantando un brazo justo cuando ella lo alcanzaba, como si intentara alcanzarla a mitad de camino. «No me entiendes», le dijo una vez, sonriendo.
Tú vas por delante. Noah no le devolvió la sonrisa, no del todo, pero las comisuras de sus labios se crisparon, y eso bastó para que ella sintiera el peso del momento. Edward, que la observaba, empezó a notar que algo cambiaba en él también.
Ya no estaba de brazos cruzados, sus hombros no estaban tan tensos. Ya no observaba a Rosa con recelo, sino con una curiosidad silenciosa y reverente. Alguna vez había construido imperios con estrategia y sentido del tiempo, pero nada en su vida le había enseñado lo que Rosa le estaba enseñando a su hijo, y quizás a él también en silencio, a dejarse llevar sin rendirse.
Rosa nunca le pidió a Edward que se uniera. No le hacía falta. Sabía que la puerta que lo conducía tenía que abrirse igual que para Noah, con suavidad, y solo cuando estuviera listo.
Entonces llegó la tarde que lo cambiaría todo. Rosa y Noah practicaban la misma secuencia de cintas de siempre, con la música sonando débilmente desde su pequeño altavoz. La melodía ya le resultaba familiar, un ritmo suave sin letra, solo armonía.
Pero algo era diferente esta vez. Cuando Rosa se hizo a un lado, Noah la siguió, no solo con los brazos, sino con todo el torso. Entonces, increíblemente, sus caderas se movieron, un ligero balanceo de izquierda a derecha.
Sus piernas no se levantaron, pero sus pies se deslizaron apenas unos centímetros sobre la colchoneta. Rosa se quedó paralizada, no por miedo, sino por asombro. Lo miró, no con incredulidad, sino con el respeto sereno de presenciar a alguien cruzar una barrera personal.
—Te estás moviendo —susurró. Noah la miró y luego bajó la mirada hacia sus pies. La cinta entre sus manos aún ondeaba.
Ella no empujó. Esperó. Y entonces él lo hizo de nuevo, con un ligero cambio de peso de un pie al otro.
Lo justo para llamarlo baile. Ni terapia ni entrenamiento. Baile.