Por un instante, Alexander no supo qué decir. Nadie le dirigía la palabra en esa casa, salvo por deber o miedo. Pero aquella niña lo miró sin ninguna de las dos cosas. Solo con sinceridad. Solo con el corazón.
No dijo nada y salió de la habitación. Sin embargo, algo en sus palabras se le quedó grabado como un aroma: dulce, persistente, imposible de ignorar.
## El Colapso
Al mediodía, la agenda de Alexander estaba repleta: una reunión con inversores, una llamada con un senador, un almuerzo con su director financiero. Pero el destino tenía otros planes. Mientras caminaba por el pasillo, vio a María desplomarse. No gritó. Solo oyó el golpe sordo de su cuerpo contra el mármol. El instinto venció al orgullo. Corrió hacia ella, pidió ayuda y contactó a su médico.
Horas después, María yacía en una cama de hospital, pálida pero viva. El médico le dijo que estaba agotada: años de exceso de trabajo, mala alimentación y estrés finalmente le habían pasado factura. Necesitaba descanso, tiempo y cuidados.
Alexander se giró y vio a Lily en un banco, abrazando una muñeca gastada, murmurando: «Yo la cuidaré».
Esas palabras lo conmovieron más de lo que jamás hubiera imaginado.
El multimillonario, que no había faltado a una sola reunión de la junta directiva en diez años, permaneció sentado en el vestíbulo del hospital durante horas. Algo en su interior, enterrado durante mucho tiempo, acababa de despertar.
Cuando María despertó, insistió en que ella y Lily regresaran a la mansión, no como sirvientas, sino como invitadas.
«Se recuperarán aquí», dijo con firmeza.
María quiso negarse, con el orgullo luchando contra la gratitud. Pero Lily sonrió y asintió.
—Gracias, señor —dijo simplemente.
## El regreso de la calidez