Un millonario vuelve a casa sin avisar y se congela al ver lo que la criada le estaba haciendo a su hijo. Los tacones de sus zapatos repicaban sobre el mármol reluciente, llenando el vestíbulo con un eco solemne. Leonard había llegado sin anunciarse mucho antes de lo previsto. Tenía 37 años. Una figura imponente, afroamericano, elegante, siempre impecable. Aquel día vestía un traje blanco como la nieve. y una corbata celeste que hacía resaltar el brillo en sus ojos, un caballero acostumbrado al control, a los negocios cerrados en despachos de cristal, a las reuniones intensas en Dubai.
Pero ese día, ese día no quería contratos, ni lujos, ni discursos, solo anhelaba algo real, algo cálido. Su corazón le pedía volver a casa, sentirla respirar sin la tensión que su presencia siempre imponía. ver a su hijo, al pequeño Sion, su tesoro de 8 meses, aquel bebé de rizos suaves y sonrisa desdentada. La última luz que le había quedado tras perder a su esposa, no avisó a nadie, ni a su equipo, ni a Rosland. La niñera de tiempo completo quería ver la casa tal como era sin él, natural, viva.
Y eso fue exactamente lo que encontró, aunque no en el sentido que imaginaba. Al girar por el pasillo se detuvo en seco. Al llegar a la cocina, sus ojos se abrieron. Su respiración se cortó en el pecho. Allí, bañado por la luz dorada de la mañana que entraba por la ventana estaba su hijo y con él una mujer que no esperaba encontrar. Clara, la nueva empleada, una mujer blanca de unos veintitantos años, vestida con el uniforme lavanda del personal doméstico, sus mangas arremangadas hasta los codos, su cabello recogido en un moño que desafiaba la perfección, pero aún así resultaba encantador.