Había algo en ella que lo irritaba y lo fascinaba a partes iguales.
Quizás la forma en que limpiaba sus suelos de 100,000 € con el mismo cuidado con que limpiaría los de una iglesia o quizás el hecho de que no parecía mínimamente impresionada por su riqueza.
La atracción había crecido lentamente, transformándose en obsesión.
Carlos no estaba acostumbrado a desear lo que no podía tener inmediatamente.
Había empezado con pequeños gestos, regalos caros dejados casualmente por ahí, cumplidos cada vez más explícitos, invitaciones a cenar disfrazadas de horas extras laborales.
Carmen había rechazado todo con una cortesía firme que lo volvía loco.
La noche anterior había cruzado el límite.
La había encontrado de rodillas limpiando el baño de mármol de carrara, y algo en verla en esa posición había despertado al animal en él.
Le había puesto una mano en el hombro, la había hecho levantarse, la había empujado contra la pared.
Las palabras que había susurrado habían sido explícitas, vulgares, el tipo de propuesta que ninguna empleada doméstica en su posición debería rechazar.
Pero Carmen la había rechazado.
Peor aún, lo había mirado con un disgusto que nadie se atrevía a mostrarle desde hacía años y le había dicho que prefería morirse de hambre antes que convertirse en su Luego se había ido, dejándolo allí con su excitación transformada en rabia.
Nadie rechazaba a Carlos Mendoza.