Un millonario había invitado a su nueva novia a cenar, pero todo cambió cuando vio a su exesposa, embarazada, trabajando como camarera.
Sin respuesta.
Pasó la noche en vela, obsesionado con la imagen de Claire apoyada contra la pared, su vientre redondeado y sus ojos cansados. No era lástima, sino vergüenza: vergüenza por no haberse molestado en asegurarse de que estaba bien.
Tres días después, Evan volvió al restaurante, esta vez con vaqueros y una camiseta sencilla. Sin reloj, sin aire de control. Esperó cerca de la salida, apartado. A las 11:45 p.m., Claire terminó su turno y se cruzó con su mirada.
Ella no se dio la vuelta.
«Espera», la llamó él. «Por favor».
Ella se detuvo, sin avanzar. «¿Por qué estás aquí, Evan?»
«He estado pensando en lo que me dijiste».
Claire se cruzó de brazos, agotada. «No me debes nada. No necesito tus disculpas».
«Lo sé. No estoy aquí por eso».
Ella guardó silencio.
«Hablé con un abogado», dijo él. «Para revisar los términos de nuestro divorcio. Sé que no estás pidiendo nada, pero aun así debería ofrecerte ayuda. Fui egoísta en ese entonces. Te di con la puerta en las narices y nunca miré atrás. Es culpa mía».