Un hombre dejó a su prometida en el altar. Cinco años después, la encontró en el parque y quedó impactado por lo que vio.

“Laura…”, su voz sonó ronca. “Lo siento. Quise escribirte tantas veces…”

“Me dejaste en el altar sin decir una palabra”, su voz tembló, pero se mantuvo firme. “¿Y ahora has visto a mis hijos y has decidido volver? ¿Crees que es tan sencillo?”

Michael apartó la mirada, apretó los labios y respiró hondo.

“Tenía miedo. Todo parecía demasiado… abrumador. Huí. Y me arrepentía cada día.”

Laura apretó los labios. Había acumulado demasiado dolor a lo largo de los años.

“Simplemente desapareciste. Me quedé sola, recuperándome poco a poco.”

“No fue tu culpa”, susurró. “Sentí que no era digna de ti. La vergüenza me quemaba por dentro. Simplemente seguí corriendo.”

La risa de los niños sonó detrás de ella. Laura quiso desahogar toda su ira, todo su dolor, pero vio un arrepentimiento genuino en sus ojos. Miró a los niños con emoción y finalmente, con voz temblorosa, preguntó:

“¿Son… míos?”

Laura se cruzó de brazos.

“Son míos. Si te hubieras quedado, lo habrías sabido. Pero te fuiste. Y seguí adelante.”

Las palabras fueron duras, pero había algo más profundo en ellas: no venganza, sino experiencia. Quiso responder, pero guardó silencio; no tenía derecho.

“Entiendo que me lo he perdido todo. Pero… ¿puedo al menos hablar con ellos?” dijo apenas audiblemente.

Laura se quedó paralizada. Su primer impulso fue una negativa categórica. Pero entonces algo dentro de ella tembló. Negó con la cabeza.

—No. No necesitan ansiedad ni promesas rotas.

Michael cerró los ojos, aceptando la negativa.

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