Un estudiante pobre se casó con un hombre de 60 años. Y después de la boda, estaba en el dormitorio.

Al bajar las escaleras, descubrió una pequeña biblioteca con libros raros, diarios y archivos antiguos. Una carpeta con sus notas personales yacía sobre una de las mesas. Anna la abrió con cuidado y comenzó a leer. Había notas sobre las personas con las que interactuaba, sus hábitos, planes y las extrañas “reglas” que usaba para controlar las situaciones.
Cada nuevo descubrimiento fortalecía su determinación. Se dio cuenta de que Ivan no era solo un marido estricto, sino un hombre que estructuraba cada momento de su vida en torno a sí mismo, poniendo a prueba a las personas y sus reacciones como en una partida de ajedrez.
Esa noche, Ivan la invitó de nuevo a la biblioteca. Notó un cambio en su actitud: calma, atención, una mirada segura.
“Has cambiado”, dijo, sentándose frente a ella. “Parece que ahora ves más que antes”.
“Sí”, respondió Anna con calma, “y ahora entiendo lo que ocultas. Pero no tengo miedo. He aprendido a ver a través de tus juegos”.
Ivan hizo una pausa, su mirada penetrante.
“Entonces estás lista para el verdadero juego”, dijo en voz baja. “El juego no comienza conmigo, sino contigo”. Anna comprendió que todo había cambiado. Ya no era víctima de las circunstancias. Sabía que los secretos de Iván ya no eran inaccesibles, y ahora podía usar este conocimiento para defenderse, identificar debilidades y equilibrar gradualmente el poder en la casa.
Esa noche, volvió a sentarse junto a la ventana, contemplando el oscuro jardín. El miedo ya no la controlaba. Ahora se había convertido en su aliado, una señal de dónde ser cautelosa, dónde actuar con decisión.
Y por primera vez, sintió que el juego que había comenzado con su boda podría terminar no con las reglas de Iván, sino con las suyas.

Anna pasó los días siguientes observando atentamente a Iván Serguéievich. Estudió sus hábitos, anotó los momentos en que bajaba la guardia y apuntó qué puertas y habitaciones secretas visitaba en determinados momentos. Con cada nuevo detalle, su confianza crecía: ahora sabía que podía predecir sus acciones y usarlas en su beneficio. Una noche, mientras Iván dormía, Anna subió con cuidado la escalera oculta que había descubierto antes y volvió a entrar en la biblioteca secreta. Sus diarios personales yacían sobre la mesa: registros literales de sus pensamientos, miedos y planes secretos. Ella los leyó y se maravilló de la meticulosidad con la que controlaba todo a su alrededor. Cada palabra era clave para comprender su carácter, sus debilidades y sus acciones predecibles.
A la mañana siguiente, se encontró con él en el comedor, manteniendo la calma. Ivan notó los cambios: su mirada era atenta, segura, sus movimientos precisos y seguros.
“Has cambiado”, dijo en voz baja, “como si hubieras aprendido a ver a través de mí”.
“He aprendido a ver”, respondió Anna con serenidad. “Y ahora sé que tus juegos no son tan impenetrables como creías”.
Ivan hizo una pausa. Su mirada se volvió fría, pero un atisbo de respeto brilló en ellos.
“Entonces estás lista para la verdadera prueba”, dijo. “El juego ya no es mío, sino tuyo”. Anna comprendió que había llegado el momento de actuar. Decidió que ya no se dejaría vencer por el miedo y observaría desde la barrera. Usaría su conocimiento, las debilidades y los hábitos de Iván para afirmar su derecho a la privacidad y la libertad.
Esa noche, cuando la mansión quedó en silencio, Anna volvió a subir a la biblioteca secreta. Comprendió que le aguardaba un duelo psicológico: cada paso, cada palabra, cada reacción se convertiría en un arma. Pero ahora el miedo ya no la poseía.
Sonrió para sí misma en la oscuridad: el juego había comenzado, y ahora ambos bandos escribirían las reglas.

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