El banco embargó una propiedad que intentaba vender.
De repente, el hijo perfecto de Margaret ya no era un orgulloso empresario, sino un deudor en desgracia.
Margaret reaccionó con furia, por supuesto.
Me culpaba de su caída y me lanzaba insultos venenosos en cada ocasión.
Pero su influencia se desvanecía a medida que la reputación de Daniel se desplomaba.
Sus amigos les dieron la espalda, temerosos de ser asociados con el escándalo.
Mientras tanto, yo guiaba con cuidado a Claire.
Organicé que conociera a una organización de ayuda legal que apoya a madres jóvenes.
Cuando comprendió que Daniel nunca la apoyaría a ella ni al niño económicamente, su lealtad se quebró.
“Emily,” susurró una noche, con los ojos hinchados de tanto llorar, “no sé qué hacer.”
“Protégente,” le dije con firmeza.
“Pide pensión.
Exige reconocimiento legal.
No dejes que te usen.”
No era bondad—yo necesitaba que se volviera contra Daniel y Margaret, para clavar más hondo la cuña.
Y así lo hizo.
En pocas semanas, Claire presentó una demanda contra Daniel.
El tribunal ordenó una prueba de ADN, y cuando los resultados fueron positivos, la noticia se esparció como pólvora.
Daniel fue oficialmente señalado como un mal padre.
El golpe final llegó durante una cena familiar, cuidadosamente orquestada por mí.
Margaret se sentó rígida en la cabecera de la mesa, sus ojos llameando.
Daniel guardaba silencio, con las manos temblando alrededor de su tenedor.
Claire, fortalecida por mis consejos, anunció que se mudaría—con la custodia legal asegurada.
“¡No puedes hacer eso!” gritó Margaret.
“¡Ese niño pertenece a esta familia!”
“No,” dijo Claire, suave pero firme, “él me pertenece a mí.
Y no permitiré que tú o Daniel destruyan su futuro.”