No dejaba de pensar: “¿Estará viendo a otra persona?” “¿Se habrá cansado ya de mí?”
Esos temores me consumían día y noche, me quitaban el apetito y el sueño.
Una noche, mientras mi esposo estaba fuera, finalmente me atreví a contratar a un trabajador para hacer un pequeño agujero, no más grande que un pulgar, en la esquina de la pared de su dormitorio.
A la noche siguiente, con el corazón latiéndome desbocado, apoyé mi ojo en el agujero, todo mi cuerpo temblaba.
Y entonces… casi me desmayo del shock.
En la habitación no había otra mujer.
En cambio, él estaba arrodillado, rodeado de velas, incienso y una foto antigua.
Sus ojos estaban hinchados, las lágrimas caían mientras susurraba el nombre de una mujer y sollozaba como un niño perdido.
Esa mujer… no era una desconocida.
Era su foto de bodas con su primera esposa, quien había fallecido cinco años antes.
Había pedido dormir solo, no para traicionarme, sino porque en silencio anhelaba regresar a los recuerdos de ese primer amor que nunca había dejado ir.
Me deslicé por la pared hasta el suelo, con los ojos llenos de lágrimas.
Mi ira se disolvió, reemplazada por una profunda tristeza mezclada con compasión: no era traición, sino la verdad de que había compartido mi vida con un corazón que nunca había sido mío.
Sentada en el frío suelo, con las manos aún descansando en el borde del agujero, sentí mi alma desgarrada por la imagen de mi esposo arrodillado frente al retrato de su esposa fallecida.
Había temido a otra mujer de carne y hueso, otra aventura, pero en realidad, mi rival era una reliquia del pasado.
Alguna vez esperé que él, con amor y fidelidad sinceros, finalmente se volviera hacia mí.
Pero aprendí que algunas heridas y emociones no se pueden reemplazar.