No había reproche en su voz, solo una tristeza profunda, resignada.
—Yo guardo todo aquí —dijo, llevándose la mano al corazón—. Cada risa, cada descubrimiento, cada momento especial. Alguien tiene que guardarlos. Alguien tiene que recordar que ellos están creciendo… que su infancia está pasando, aunque nadie la mire.
Hizo una pausa larga.
—Mi papá también trabajaba mucho… —continuó—. Era albañil, se levantaba a las cinco y volvía a las siete de la noche. Llegaba cansado, con las manos destruidas, la espalda rota… pero todas las noches, sin faltar una, entraba a mi cuarto, me daba un beso en la frente y decía: “Te amo, mi flor”. Todos los días. Sin excepción.
Las lágrimas ahora caían sin detenerse.
—Cuando murieron, yo lo perdí todo. Casa, seguridad, dinero… todo. Pero no perdí los abrazos. No perdí los “te amo”. Eso es lo que me mantiene viva hasta hoy. Eso es lo que hace que valga la pena seguir.
Miró el cuerpo inmóvil de Vicente, aquel hombre poderoso tirado en el suelo como cualquier otro.
—Usted tiene dinero, poder, respeto… —dijo—. Pero si se muere hoy, ¿qué le queda que de verdad importe? ¿Qué van a recordar Mel y Mateo de usted? ¿La puerta del despacho cerrada? ¿El hombre cansado que casi no los miraba?
En la distancia, la sirena de la ambulancia empezó a sonar. Lorena levantó la cabeza, aliviada.
—Llegaron… gracias a Dios.
Se puso en pie con dificultad, sin soltar a los gemelos. Antes de ir hacia la puerta, miró una vez más a Vicente.
—Usted va a estar bien, señor Vicente. Va a tener una segunda oportunidad… una oportunidad de hacer diferente… de ser diferente. Solo espero… que no la desperdicie.
Los paramédicos entraron corriendo. Revisaron sus signos vitales, lo pusieron en una camilla. Preguntaron si ella era la esposa.
—No… soy la niñera —respondió, avergonzada y firme a la vez.
Le dijeron que alguien tenía que quedarse con los niños. Que podían llevar a Vicente solos, que después el hospital llamaría. Ella dudó. Miró a los bebés, luego a él. Y entonces, sin pensarlo mucho, dijo:
—No puedo dejarlo ir solo. Por favor, déjenme llevar a los niños y voy yo también. Cuido de ellos en el hospital… pero él no puede estar solo.
Vicente sintió que algo se rompía dentro de él. Esa mujer, a la que él trataba como invisible, insistía en ir a su lado en medio de la madrugada, con dos bebés en brazos, para que él no estuviera solo.
Aceptaron. Subieron a Vicente a la ambulancia, luego a Lorena con Mel y Mateo. La puerta se cerró. La sirena se encendió. Las luces rojas y azules bailaban dentro del vehículo en movimiento.
Durante algunos minutos, solo se escuchó el motor, el pitido suave de los aparatos, la respiración cansada de Lorena, los suspiros dormidos de los gemelos.
Y entonces, por primera vez esa noche, Vicente dejó de tener miedo de sentir más que vergüenza.