—Vengan, mis amores… la Lola está aquí. Siempre va a estar aquí, ¿escuchan? —los mecía hacia adelante y hacia atrás, cantando una cancioncita baja, de su infancia—. Boi, boi, boi, boi da cara preta…
Vicente no entendía la letra, pero reconoció la melodía sencilla, el ritmo suave. El llanto de los bebés fue bajando, de un grito desesperado a un sollozo, luego a un quejido cansado. Mateo apoyó su cabecita en el hombro de Lorena. Mel se apretó más a su pecho, buscando el latido que tantas veces la había calmado.
—Eso, mis valientes… —susurró Lorena—. No tengan miedo. La Lola no va a dejar que nada malo les pase. Nunca.
Seguía llorando, pero seguía firme. Un pilar en medio del caos.
—El papá de ustedes es fuerte —les dijo, acariciándoles el pelo—. Él va a estar bien. Él es un buen hombre… aunque a veces parezca bravo. Trabaja mucho y llega cansado, pero los ama. Yo sé que los ama.
Vicente sintió esas palabras como golpes. Él, que casi nunca les dedicaba más de quince minutos al día. Él, que muchas noches ni siquiera pasaba por el cuarto de los niños para ver si respiraban. Y ahí estaba Lorena, defendiendo su carácter delante de los hijos que él ni siquiera conocía bien.
—Lo que pasa… —continuó ella, más bajito, como si se hablara a sí misma— es que se le olvidó cómo demostrarlo. Nadie le enseñó cuando era pequeño… pero, en el fondo, el corazón de él es bueno. Yo… yo necesito creer que sí.
Vicente tragó saliva. ¿Cómo lo sabía? ¿Cómo podía describir con tanta precisión la infancia que él nunca contaba a nadie? Un padre frío, una madre ausente, una casa llena de lujos y vacía de abrazos.
Lorena por fin logró llamar a la ambulancia. Explicó todo con la voz temblando, dio la dirección del condominio, prometió no moverlo. Cuando colgó, se quedó otra vez sola con el silencio del salón, el cuerpo inmóvil de Vicente y dos bebés agotados que empezaban a dormirse en sus brazos.
Y entonces empezó a hablar como si el tiempo se hubiera detenido.
—Siempre pasa algo cuando yo relajo… —murmuró, con rabia contra sí misma—. Yo no puedo relajar. No puedo bajar la guardia. Si bajo, las cosas malas pasan. Siempre.
Apretó a los niños más fuerte, como si tratara de proteger todo el universo con aquellos brazos cansados.