TRAS UNA CAÍDA por las escaleras, el PATRÓN fingió no despertarse… lo que la NIÑERA hizo lo dejó en LÁGRIMAS

Escuchó pasos apurados en el piso de arriba. Sabía que era Lorena, la niñera. Aquella muchacha del interior de Minas que había llegado con una maleta pequeña y ojos nerviosos. La misma a la que él casi nunca miraba a la cara, a la que trataba como una extensión del servicio, no como una persona.

En ese momento, algo oscuro y curioso le cruzó la mente.

“E si eu fingir que apaguei? E se eu ficar aqui sem reagir e ver o que acontece? Quem vai se desesperar? Quem realmente se importa?”

Fue un impulso egoísta, quase infantil, pero poderoso. Cerró los ojos, relajó cada músculo del cuerpo y dejó que su respiración se volviera lenta, profunda, como la de alguien que está inconsciente. Decideu que não se mexeria, pasara lo que pasara. Quería observar, aún que fuese em silêncio, quién era capaz de amar a un hombre que, en el fondo, nunca se había dejado amar de verdad.

No imaginaba que, con esa decisión, estaba a punto de escuchar verdades que destrozarían todo lo que creía sobre sí mismo… y sobre lo que significa tener una familia.

Lorena apareció en el hall con los gemelos en brazos. Mel y Mateo, de apenas diez meses, lloraban asustados por el ruido de la caída. La respiración de la niñera se aceleró en el mismo instante en que vio a Vicente estirado en el suelo.

—¡Señor Vicente! —gritó, ahogada.

Se quedó congelada por un segundo, como si su cerebro no pudiera procesar la escena. Luego, con los bebés temblando en sus brazos, se arrodilló a su lado. Vicente sintió el calor de su cuerpo cerca del suyo, aunque siguió con los ojos cerrados.

—Señor Vicente, ¿me escucha? —sus dedos fríos tocaron su rostro.

Las manos de ella temblaban. Apoyó dos dedos en su cuello, buscando el pulso.

—Está latiendo… —susurró, entre un sollozo y una plegaria—. Gracias a Dios, está latiendo…

Mel rompió a llorar con más fuerza. Mateo la imitó en cuestión de segundos, los dos en un llanto agudo que cortaba el aire. Lorena intentaba acomodarlos, uno en cada brazo, pero el peso la vencía. Había pasado todo el día cuidando de ellos, limpiando la casa porque la empleada no había ido, preparando papillas, bañándolos, acunándolos. Ahora, además, tenía a un hombre inconsciente en el suelo.

—Calma, mis amores, calma… —repetía, con la voz quebrada—. Dejen a la Lola un ratito… Dejen ver al papá, ¿sí?

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