Caminé junto a Maxim, sintiendo una calidez y una confianza que el dinero, los anillos o la vanidad no podían comprar. Sabía que ahora ninguna traición ni envidia podría destruir mi felicidad. Todo lo que había pasado me había ayudado a comprender que el amor propio y el respeto eran lo más importante.
Esa noche nos sentamos en casa, los dos, y simplemente nos miramos. Hablé de mi vida en Járkov, de mis amigos, de las pequeñas alegrías que me habían hecho más fuerte. Maxim escuchó, rió y me apoyó. Sentí que este era el mundo real, donde no había traición, ni dolor, ni envidia; solo nosotros y nuestra felicidad.
Recordé cómo soñaba con una casa con vistas al Dniéper, con niños, con largos paseos y tardes tranquilas. Ahora esos sueños volvían a estar en mis manos. Y lo más importante, había un hombre a mi lado que me valoraba, me amaba y me elegía cada día.
Ekaterina era cosa del pasado. Sus palabras, sus anillos, sus intentos de parecer mejor, nada de eso tenía ya poder sobre mí. Sentía una ligereza y una libertad interior que había extrañado durante tanto tiempo. Ahora lo sabía con certeza: la felicidad no se puede robar, pero se puede reconstruir, paso a paso, y preservar para siempre.
Miré a Maxim y susurré para mí misma: «Todo valió la pena. Todo me trajo hasta aquí. Y ahora soy más fuerte que nunca».
Y por primera vez en muchos años, las lágrimas llenaron mis ojos de alegría, calidez y un sentimiento de felicidad completa y genuina.