“No tenemos tiempo”, dijo la Dra. Lisa Nguyen, una joven interna que asistía el caso. “Si no encontramos un donante compatible, no pasará de esta noche.”
Karen lo oyó y dio un paso al frente, con la voz temblorosa. “Háganme la prueba. Por favor. Haré lo que sea.”
Lisa miró a Harrison, quien dudó un segundo y luego asintió. “Corran la prueba. Rápido.”
Minutos después, llegaron los resultados. Karen no era compatible perfecta, pero lo suficiente como para intentar un trasplante parcial. Los riesgos eran enormes. Podía comprometer su propia salud.
Karen no vaciló. “Háganlo”, dijo. “Si ella muere, yo muero de todos modos.”

En el quirófano, los cirujanos trabajaron bajo luces blancas cegadoras. El pulso de Emily titubeaba, las máquinas zumbaban como fantasmas de fondo. Comenzó la extracción de médula de la cresta ilíaca de Karen, seguida del delicado proceso de infundirla en el torrente sanguíneo de Emily.
Cada segundo fue una eternidad. Pero durante todo ese tiempo, el Dr. Harrison no dejaba de pensar en el perro: en cómo ese golden retriever había percibido el instante exacto en que el corazón de Emily empezaba a fallar.
A las afueras del quirófano, Max yacía junto a la puerta, rechazando comida y agua. Los pacientes que pasaban se detenían a acariciarlo, conmovidos por su silenciosa vigilia. “No se ha movido en horas”, susurró una enfermera.
Por fin, al amanecer, las puertas se abrieron. El Dr. Harrison salió con el rostro marcado por el cansancio, pero con una débil sonrisa esperanzada.
“Pasó la noche”, dijo. “Aún no sabemos si su cuerpo aceptará el trasplante… pero está viva.”
Karen se derrumbó en lágrimas, abrazando a Max tan fuerte que él gimió suavemente. Por primera vez en meses, la esperanza no se sintió como una mentira.