Apenas entró al aula, comenzaron los murmullos y las risas de algunos compañeros:
—“¿Esa no es la hija de la basurera?”
—“Huele a vertedero.”
En el recreo, mientras los demás comían sándwiches y espaguetis, Lira se sentó en silencio bajo el árbol de acacia, comiendo despacio un pedazo de pan sin relleno.
Una vez, un compañero la empujó y su pan cayó al suelo.
Pero en lugar de enojarse, Lira lo recogió, lo limpió con la mano y se lo comió de nuevo, conteniendo las lágrimas.
Los maestros sentían compasión, pero no podían hacer mucho.
Así que cada día, Lira caminaba a casa con el corazón pesado, pero con la promesa de su madre resonando en la mente:
“Estudia, hija. Para que no tengas que vivir como yo.”
En la secundaria, todo se volvió más difícil.
Mientras sus compañeros tenían nuevos teléfonos y zapatos de marca, ella seguía usando el mismo uniforme remendado y la mochila cosida con hilo rojo y blanco.
Después de clase, no salía con amigos; en su lugar, regresaba a casa para ayudar a su madre a separar botellas y latas, y venderlas en el depósito antes de que anocheciera.
Sus manos a menudo estaban llenas de heridas y sus dedos hinchados, pero nunca se quejaba.
Un día, mientras extendían plásticos al sol detrás de su choza, su madre sonrió y le dijo:
“Lira, algún día subirás a un escenario, y te aplaudiré con orgullo, aunque esté cubierta de barro.”
Ella no respondió. Solo escondió sus lágrimas.
En la universidad, Lira trabajó como tutora para ayudar con los gastos.
Cada noche, después de enseñar, pasaba por el vertedero donde su madre la esperaba, para ayudarla a cargar los sacos de plástico.
Mientras otros dormían, ella estudiaba bajo la luz de una vela, con el viento entrando por la pequeña ventana de su choza.