Han pasado tres años. Tengo sesenta y dos.
Doy una pequeña clase de yoga para mujeres mayores de cincuenta; no por el rendimiento, sino por la fuerza, la paz y el respeto por sí mismas.
A veces mis alumnas me preguntan si todavía creo en el amor. Sonrío y les digo:
“Claro que sí.
Pero ahora lo sé: el amor no es lo que te dan, es lo que nunca te quitan”.
Y todas las noches, antes de acostarme, me preparo un vaso de agua tibia: miel, manzanilla y nada más.
Lo levanto hacia mi reflejo y susurro:
“Para la mujer que por fin despertó”.