Tengo casi sesenta años y estoy casada con un hombre treinta años menor que yo. Durante seis años, me ha llamado “esposita” y me ha traído agua todas las noches, hasta la noche en que lo seguí a la cocina y descubrí un plan que nunca debí haber visto.

Asentí, apagué la luz y fingí dormirme.
Pero algo dentro de mí, una vocecita terca, se negaba a callarse.

Me levanté en silencio y caminé por el pasillo. Desde la puerta, observé a Ethan en la cocina. Estaba de pie junto al mostrador, tarareando suavemente. Lo vi verter agua tibia en mi vaso habitual, abrir un cajón y sacar una pequeña botella ámbar.

La inclinó —una, dos, tres gotas de un líquido transparente— en mi vaso.
Luego añadió la miel y la manzanilla, y removió.

Sentí un frío intenso.

Cuando terminó, tomó el vaso y subió las escaleras, hacia mí.

Me deslicé de nuevo en la cama y fingí estar medio dormida.

Sonrió al entregarme el vaso.

“Toma, cariño”.

Bostecé y respiré suavemente.

“Lo terminaré luego”.

Esa noche, cuando se durmió, vertí el agua en un termo, lo sellé y lo escondí en mi armario.

### Los resultados

A la mañana siguiente, fui directamente a una clínica privada y le di la muestra a un técnico.
Dos días después, el médico me llamó. Parecía serio.

“Señora Carter”, dijo con dulzura, “el líquido que bebió contiene un potente sedante. Tomado con regularidad, puede causar pérdida de memoria y adicción”. “Quien le dio esto no intentaba ayudarla a dormir”.

La habitación empezó a dar vueltas.
Seis años de calidez, cuidados y amor susurrado; y durante todo ese tiempo, me habían dado algo para mantenerme tranquila.

Leave a Comment