Escribo con los ojos húmedos, la voz quebrada y las manos aún temblorosas. Siento que mi pecho está tan lleno que no cabe un suspiro más. Este no es un simple acontecimiento; es la culminación de una espera, de una batalla silenciosa y de una fe que se resistió a morir.
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Mi esposa y yo compartimos una herida común: los dos somos huérfanos.
Ella perdió a sus padres en un accidente cuando era apenas una adolescente; yo, mucho antes, en mi niñez, cuando todavía no entendía que la muerte es irreversible. Crecer sin padres es como caminar por un desierto sin brújula: avanzas, sí, pero siempre con sed, siempre con un hueco que nadie logra llenar.
No había voces que nos despertaran con cariño. No había quien nos corrigiera con paciencia ni quien nos celebrara los pequeños triunfos de la vida escolar. Éramos niños con mochilas más pesadas que los libros: mochilas cargadas de ausencia.
Quizás por eso, cuando nos conocimos, nuestra primera conversación no giró en torno a viajes, música o pasatiempos, sino a un sueño compartido: formar una familia propia.
Nos miramos a los ojos y dijimos: “Algún día, si tenemos un hijo, no pasará por lo que nosotros pasamos. Tendrá todo el amor del mundo”.
Los primeros años de matrimonio fueron dulces, llenos de esperanza. Imaginábamos nombres, discutíamos colores de habitaciones, hablábamos de si se parecería a ella o a mí.
Pero el tiempo, cruel y paciente, fue pasando sin traer buenas noticias.
Vinieron los médicos. Vinieron las pruebas. Vinieron las palabras que uno escucha como golpes: “Será difícil”, “hay pocas posibilidades”.
Vinieron noches en que mi esposa lloraba en silencio para no preocuparme, y yo fingía dormir mientras mis propias lágrimas empapaban la almohada.
Vinieron cumpleaños donde el silencio era el invitado principal, y navidades en las que lo único que faltaba bajo el árbol era aquello que más anhelábamos: un hijo.
Hubo momentos en que pensamos renunciar. Hubo conversaciones donde la resignación asomaba la cabeza.
Pero en el fondo, siempre quedó esa chispa, ese pequeño fuego que decía: “Todavía puede suceder”.