Ella asintió.
«No. Soy la madre de las niñas que querías obligarme a abortar. La mujer que «mataste» para quedarte con tu amante».
Adrián se quedó atónito. Todos los recuerdos lo inundaron: el momento en que rechazó a la niña, la frialdad de sus palabras. Y ahora, ante él, dos niñas vivientes, prueba de su pecado.
Esa misma noche, Adrián regresó a casa de Mariel y se arrodilló frente a la puerta. Entre lágrimas, suplicó: «Perdóname. Dame una oportunidad. Déjame ser su padre».
Pero Mariel
Ella respondió con firmeza:
“No tienes derecho a ser padre. No las elegiste. Debiste luchar por ellas; las desechaste. ¿Quieres redimirte ahora? Mis hijas no son trofeos de tu arrepentimiento.”
“Solo quiero pagar por mi error…”
“Pagarás”, lo interrumpió. “A partir de mañana, transferirás el 20% de las acciones de tu restaurante a la Fundación para Madres Solteras. Y lo escribirás de tu puño y letra: como disculpa.”
Adrián tembló: “¿Estás usando a las niñas para presionarme?”
Mariel esbozó una fría sonrisa:
“No. Este es el precio de tu pecado, para enseñarte a ser responsable.”
Unos meses después, Mariel y las gemelas regresaron a Cebú. Adrián se quedó: delgado, silencioso, un visitante diario de la fundación que ahora llevaba su nombre. Escuchó las historias de mujeres cuyos maridos habían “matado” una parte de ellas, tal como él había hecho con Marites.
Una tarde, Amiha le preguntó a su madre:
“Mamá, ¿por qué no podemos llamarlo papá?”.
Mariel acarició suavemente el cabello de sus hijas:
“Porque él no te eligió. Yo sí: me quedé. Así que llámame ‘mamá’, basta”.
Y así termina la historia: no con un grito de rabia, sino con el silencio de una mujer fuerte. Ella eligió luchar por su dignidad y convirtió su fuerza en un arma.
Es la mujer que una vez fue derrotada, pero que se levantó y probó la justicia.